Nadie recuerda
para los invisibles y los olvidados
Cuando en 1937, la Orquesta Casino de la Playa —cuyos integrantes eran todos blancos— grabó “Bruca Maniguá”, con la voz de Miguelito Valdés, se abrió un extraordinario sendero en la música afrocubana. No solo es la entrada definitiva de la tumbadora como parte integral de la mayor parte de la posterior música afrocubana, sino que marca el amanecer de Arsenio Rodríguez como el espectro musical más importante de la música afrocaribeña de la segunda mitad del siglo veinte. Espectro al que se le homenajea —o se le insulta, según unos— cada vez que una orquesta pone tres tambores —conga, bongó y timbal— al centro para tocar ritmos en clave 2 por 3 o 3 por 2.A Ignacio Arsenio Travieso Rodríguez (1911-1970) —mejor conocido como Arsenio Rodríguez— se le atribuye haber revolucionado el son cubano con la invención del son montuno y el mambo. Además, al añadir el piano, la tumbadora y una segunda trompeta, transformó el clásico septeto cubano, creando el conjunto, el cual será el concepto instrumental que adoptó la música reconocida como salsa a partir de mediados de los sesenta. Como si fuera poco, Arsenio puso los tambores en el centro de la agrupación con lo que resaltaba la base africana del ritmo, revolución performática reproducida por Rafael Cortijo en Puerto Rico, a partir de mediados de los cincuenta.
Siguiendo la corriente artístico-literaria del afrocubanismo, Arsenio llamó afrocubanos a sus iniciales creaciones rítmico-musicales. Según David García, “el afrocubano de Arsenio”, además de establecer la estructura básica de la música afrocubana posterior, “se caracteriza por su retrato textual de la vida de los negros esclavos en las plantaciones, durante el siglo diecinueve”.1 Sin embargo, el propio Arsenio será una de las víctimas de la exclusión racial estudiada por Robin Moore en Nationalizing Blackness. Según la tesis de Moore, la sociedad elitista y racista cubana de la primera mitad del siglo veinte hizo de la cultura afrocubana signo de identidad nacional, mientras mantenía el discrimen racial.2
Luego de que el conjunto de Arsenio introdujera la conga al tradicional septeto del son —porque su nuevo ritmo la necesitaba— y a los bailes de sociedad, estas salas “fueron dejando el tamborcito hasta que todas las orquestas pusieron el tamborcito”.3 De esta manera se completó la base estructural que adoptaron las agrupaciones musicales afrocubanas que causaron furor dentro y fuera de Cuba a partir de mediados de siglo.
Sin embargo, poco más de una década después, Arsenio lamentaba el poco reconocimiento que se le adjudicaba. Unos años antes de trasladarse a Nueva York, como si hubiese adivinado que su destino era vivir “olvidado” entre la sociedad que adora su música, en 1950 Arsenio grabó en La Habana un tema que hoy resulta muy profético: “Kila, Kiki y Chocolate”.
La letra de este son montuno comienza así: “Nadie recuerda que el nuevo ritmo unió la conga y el bongosero”; lamento que posteriormente es paródicamente resaltado por el coro cuando asegura que “La gente pide para bailar ‘tumba y bongó’”. ¿Es esto un impertinente reclamo de reconocimiento? ¿Cómo es posible que la gente haya olvidado lo nuevo? No sé, el caso es que reafirmando la famosísima frase de Carlos Marx, “todo lo sólido se desvanece en el aire”, Arsenio se asombra y resiente su condición espectral en el lucrativo ambiente musical habanero de mediados de siglo. Lo que él considera como algo sólido resulta ser imperceptible para la comunidad a la que él pertenece. Su reciente innovación ha sido olvidada, a pesar de que es lo que prefieren los bailadores. Incluso se sugiere que los académicos lo reconocen y lo ignoran simultáneamente: “Nadie [lo] recuerda”, a pesar de que su ausencia es perceptible: “Ya los profesores notan que a nuestro ritmo falta afincor4 cuando por cualquier motivo falta la conga, falta el bongó”. ¿Cuántos recuerdan o cuántos recordarían que Arsenio llamaba a su conjunto “los Profesores”?
Parece que la canción quiere remediar el vacío del olvido y reinstalar la memoria. Visto desde una perspectiva más amplia, este reclamo de visibilidad y reconocimiento de su existencia —de su humanidad— recuerda el que hicieron los afrodescendientes en toda América a lo largo de los siglos anteriores y que se palpa en la producción musical y literaria de las islas del Caribe y del continente americano. “Escribimos para dejar de ser monos”, diría paródicamente el guatemalteco Augusto Monterroso; o para vencer “la máquina de invisibilizaciones” y “la asfixia”, como declara Eduardo Lalo en su discurso de aceptación del premio Rómulo Gallegos.
Ser invisible fue el destino de Arsenio una vez decidió intentar fortuna en Nueva York a partir de 1956. Machito, Tito Puente y Tito Rodríguez ya dominaban la escena. Y al caer los big bands pocos años después, los hermanos Palmieri, Pacheco, Fajardo, Harlow, Richie Ray, los hermanos Lebrón, entre otros, emergieron con agrupaciones similares al conjunto interpretando “nuevos ritmos” como la pachanga. Según avanzaba la década de 1960, la pachanga fue cediendo paso a la “fiebre del bugalú” cuya misteriosa desaparición5 dejó el camino abierto a la Fania con la mezcla de ritmos que fuera bautizada como salsa.
Según muchísimos musicólogos y músicos cubanos la salsa no es más que un sello comercial con el que se invisibiliza la música cubana. No comparto tal aseveración, pues en la salsa no solo confluyen ritmos de otras partes del Caribe sino que sus temas traducen al lenguaje musical afrocaribeño la experiencia diaspórica de la vida moderna en los barrios de las grandes ciudades del Caribe y Estados Unidos. La salsa es una segunda versión del Harlem Renaissance de los años veinte. Sin embargo, no se puede ignorar que la base estructural de esas agrupaciones estaba mayormente ya formada dos décadas antes en los afrocubanos de Arsenio. Además, hay que reconocer que Arsenio no fue el único innovador. Pero entre esos innovadores, él no solo es figura esencial, sino que fue de los que no gozó del éxito económico de gente como Benny Moré, Machito, Puente, Pérez Prado y las agrupaciones que posteriormente se montaron en la “máquina salsera”6.
En una entrevista que le hiciera el radio periodista colombiano José Luis Legreya (c. 1963), Arsenio cuenta que una vez él y Pérez Prado se encontraron en Nueva York. Dice el tresero que Federico Pagán, maestro de baile, les preguntó “¿Quién es el dueño del mambo?” Arsenio dice que Pérez Prado contestó: “El mambo es de Arsenio… la verdad es. El mambo lo hizo Arsenio, pero el que le ha ganao la plata fui yo”. (Ver la tercera parte de la entrevista aquí) Habría que preguntarse a qué obedece esta confesada realidad: ¿a que Pérez Prado supo sacarle mejor partido musical a la invención de Arsenio? ¿o a que aprovechó la circunstancia de estar en el lugar preciso al momento correcto: México y Los Ángeles? Son preguntas que ni el espectro de Arsenio puede cabalmente contestar, como demuestra su resentimiento ante el avance apresurado del olvido invisibilizador.
Es precisamente bajo el sello Fania, tras su muerte el 31 de diciembre de 1970, que se le proclama como padre de lo que ya se llamaba salsa, en Tribute to Arsenio Rodríguez, de la Orquesta Harlow (1972). La ansiedad de Harlow no parece ser la invisibilidad, sino el reconocimiento de la legitimidad y autenticidad de su música. En su Tributo, Harlow reconoce su deuda al tiempo que establece la distancia musical que los separa cuando altera levemente la letra para que diga “nadie recuerda que el viejo ritmo”7. La aportación de Arsenio es definitivamente reconocida, pero —como diría Tite Curet en referencia a la abolición de la esclavitud— “el negro no la gozó”.
Dos años después de su muerte, Arsenio es reconocido como padre musical por la casa disquera que le negó su entrada al guiso económico: que lo ignoró, porque no se puede decir que lo olvidó ya que lo invocaban con casi la totalidad de sus temas. Sin embargo, su presencia es el espectro que se escucha tras cada canción, pero que no se ve en las principales salas de baile ni se reproduce industrialmente, pues las casas disqueras no parecían deseosas de grabar sus interpretaciones. Su creación había dejado de ser la innovación, la moda que todos quieren oír, y pasó a ser la tradición: a la que imperceptiblemente se le rinde tributo cada vez que su estructura musical se traduce a las “necesidades” y posibilidades sonoras de las comunidades del modernizado “Caribe urbano” y su entorno industrial de finales de los sesenta y comienzos de los setenta.
Ya sea por decisión estética o por limitaciones de la industria, las composiciones de Arsenio no se exceden mucho más de tres minutos. Es como si Arsenio las concibiera como si fueran cuentos cortos en los que la fuerza del diablo —clímax dramático— viene casi al final con una intensidad de treinta o cuarenta segundos para finalmente resolverse en el montuno.8 En cambio, las agrupaciones nuyorquinas explotaron esta fuerza creativa, extendiendo los números al añadirles solos y secciones sincopadas (reproducciones del diablo), explorando tensiones y desenlaces de la misma historia, como la infinita novela laberíntica del cuento de Borges “El jardín de senderos que se bifurcan”.
La base principal continuó siendo la estructura afrocubana de Arsenio, pero intensificada al resaltar la importancia de los solos y la aceleración del diablo. En “Vámonos pal monte”, por ejemplo, Palmieri prescinde del diablo y descansa en los solos de piano, bongó y trompeta hasta entrados los cinco minutos del número, cuando finalmente llega la tan esperada sección.
En “Pa’ huele”, Palmieri expande la intensidad explosiva afrocubana de Arsenio, al no concluir el tema luego del diablo como hacía el tresero cubano en su composición original de 1946: “Dame un cachito pa’ huele”. Como si su música fuera rizoma que se resiste a tener solo una raíz o un solo final, Palmieri —siguiendo a Machito y Puente y al jazz— abre “paso a los diablitos”, alternando solos y secciones sincopadas que se pueden extender por más de diez minutos. Me complace pensar que ese es precisamente el mejor homenaje que se le puede hacer a un artista: trasladar y evolucionar su capacidad creativa.
Sin embargo, el pobre Arsenio no pudo triunfar musical ni económicamente en los Estados Unidos. A pesar de haber establecido los patrones musicales para el éxito comercial de la salsa, Arsenio vivió quince años casi invisible en Nueva York, Chicago y Los Ángeles. Como recuerdo olvidado: como un espectro que insospechadamente se escucha cada vez que se juntan “la conga y el bongosero”, pero del que nadie se acuerda. Invisible como fue el mundo para él, después de recibir una patada de mula antes de sus diez años. Decir “nadie recuerda” fue su intento de superar la invisibilidad y el olvido. Y es también el mío.
- David F. García, Arsenio Rodríguez and the Transnational Flows of Latin Power Music, Philadelphia, Temple University Press, 2006. 19. [↩]
- Robin D. Moore, Nationalizing Blackness. Afrocubanismo and the Artistic Revolution in Havana, 1920-1940, Pittsburgh, University of Pittsburg Press, 1997. [↩]
- En una entrevista de temprano los sesenta, hecha por José Luis Legreya de Cadena Caracol en Colombia, Arsenio reconoce que fue su hermano Kiki quien puso el tambor en el conjunto. Y a pie seguido cuenta que cuando al comienzo llevaban la tumbadora a los bailes de Sociedá no les dejaban entrar el tambor. Él dice que los botaban y les decían “‘¡Oye negrito! ¿Dónde vas con tú ese tambor, si aquí no hay fiesta de santos?’ Y nos botaban.” Pueden escuchar toda la entrevista aquí. [↩]
- No entiendo claramente qué dice la grabación. La posterior versión de Larry Harlow, en Tribute to Arsenio Rodríguez Fania Records 1972, dice un poco más claramente vigor. [↩]
- Juan Flores, “‘Cha-Cha with a Back Beat.’ Songs and Stories of Latin Boogaloo”, From Bomba to Hip-Hop. Puerto Rican Culture and Latino Identity, New York, Columbia University Press, 2000, 79-112. [↩]
- Juan Carlos Quintero Herencia, La máquina de la salsa. Tránsitos del sabor, San Juan, Ediciones Vértigo, 2005. [↩]
- Debo decir que ya se había alterado el título de la canción para que destacara la instrumentación en vez de los ejecutores. Lo que se titulaba “Kila, Kiki y Chocolate”, nombres de miembros de la agrupación, pasó a titularse por los instrumentos, “Tumba y bongó”. [↩]
- Dice García que al llamar diablo a la sección de intensificación sincopada que acelera la tensión de la pieza musical, Arsenio “significaba la noción de dualidad o decepción juguetona” de la cosmología panafricana. “As others have shown, pan-African cosmologies in the Americas such as those of the Congo, Lucumí, and Abakuá play not on opposites (evil versus good, male versus female, living versus dead) but on doubleness. For instance, rather than closing off unity, evil signifies the passage to good and viceversa as sides of a whole” (50). Considerado así, la intensidad sincopada de esta sección introduce esa batalla juguetona de opuestos como una explosiva fiesta de los sentidos y del sabor. [↩]