La corrupción es estructural
Las épocas históricas, las culturas, los imperios, las estructuras de poder y las sociedades se descomponen. El proceso de descomposición no es simple ni lineal; es complejo e intermitente. Puede tomar miles de años como en el antiguo Egipto, unas cinco décadas como la democracia ateniense, unos mil años como en la antigua Roma, unas cuantas centurias como las dinastías chinas, unos cuantos siglos como la cultura maya o etrusca, poco más de un siglo como es el caso del poderío imperial de España o Inglaterra, o una década como la Alemania nazi.
En todo caso, la pérdida del sentido de los límites, la embriaguez de poder y los delirios de grandeza son factores determinantes en el proceso de desintegración. Se podría establecer el siguiente principio: mientras más se debilita la fuerza vinculante, más se acentúa la necesidad de sostener el semblante y de disimular la descomposición. Entonces tiene sentido hablar de una corrupción estructural generalizada. Precisemos que el adjetivo «estructural» nos refiere al conjunto de acciones recíprocas (o interacciones) que otorgan transitoria estabilidad a una determinada formación.
La época histórica que nos ha tocado vivir, la modernidad tardía, que algunos insisten en identificar, un tanto frívolamente, como “postmodernidad”, contiene las ya mencionadas características. Se está viviendo el desgaste y la descomposición de una época cuyos cimientos habría que retrotraerlos hasta hace al menos dos milenios, cuando se materializa la cristianización del imperio romano, tanto en occidente como en oriente, y la pretensión de imponer la primera religión con vocación universal.1
Hay que enfatizar que este catolicismo o universalismo cristiano es inseparable de la primera cultura que se erige como paradigma para el resto de la humanidad: la cultura europea. De hecho, cabe afirmar que el capitalismo ha tomado el relevo de la vocación universal del cristianismo, así como de las secuelas revolucionarias de la revolución francesa, las cuales desembocaron en la revolución proletaria y la promesa redentora del experimento socialista. Nada casualmente el vocablo de “civilización” se acuña en la Europa del siglo XVIII, es decir, el siglo francés, por así decirlo, en el que se consolida el ideal ilustrado de una única “humanidad”, regida por los principios “universales” y «racionales» de la libertad, la igualdad y la fraternidad. Tampoco nada casualmente se hablaba, y se habla todavía, de una “Historia Universal”, cuando de lo que se trata es de identificar la racionalidad europea y, por lo tanto, las culturas occidentales con el destino del resto de la humanidad.2
A lo anterior hay que añadir el persistente trauma de los horrores del pasado siglo XX, fruto de una inédita voluntad de destrucción de la condición humana, que todavía se cierne sobre el mundo como el velamen de una sombra ancha y profunda. Sin embargo, a pesar de todo, y en medio de una opacidad que dificulta poner en justa perspectiva este vertiginoso tiempo nuestro, pienso que se está perfilando el despunte de lo que podría llegar a ser una inédita regeneración cultural, nacida de las propias exigencias de la inteligencia humana, y de su necesidad de abrirse paso y renovar el vigor de las fuerzas vinculantes, aunque resulte irrepresentable en términos mediáticos.
También pienso que el porvenir no depende de nuestras expectativas o añoranzas, esperanzas o despechos. El porvenir está ya inscrito en las consecuencias de lo que hacemos, pensamos y decimos, es decir: en el sendero que trazan nuestros actos. No otra cosa es la cultura: el entrelazamiento de las acciones humanas; las del cuerpo, las de la mente y las del lenguaje. De ahí que cada momento sea decisivo. Todo se juega en cada momento. Pasado, presente y futuro no dejan de ser una secuencia temporal anclada en el sortilegio de las categorías gramaticales, las cuales palidecen hasta disiparse en la disposición infinita de la fuerzas y el conjunto de la actividad incalculable del universo.
Ahora bien, uno de los rasgos más sobresalientes de nuestra época, la época de la primera civilización mundial, no es solamente, como tantas veces se ha hecho notar, la velocidad y aceleración de los ritmos de vida. Se trata sobre todo de las nuevas modalidades de servidumbres a las que están sometidos nuestros cuerpos y nuestras mentes a la hora de lidiar con el desbordamiento de sus propios artificios. Se trata, además, de la inconsciencia con la que se vive el momento, de la inadvertencia con la que uno se asoma a la transitoriedad de todo lo que hay, orgánico e inorgánico; y del desconocimiento con el que se intenta manejar el inmenso caudal de actividad que le otorga continuidad a nuestros actos en medio del fulgor instantáneo del devenir.
La programación de todos los aspectos de la vida obliga a vivir en una huída hacia delante, por así decirlo. Mejor dicho: no se vive, se desvive y sobrevive, con una atolondrada agitación y un despilfarro de energía que raya, con frecuencia, en la más patética exasperación. Se explica de esta manera la desmemoria, la exaltación vulgar de las pasiones, la desatención y la premura por conquistar la plenitud de una satisfacción que nunca llega. A mi entender, esa es la matriz de la violencia contemporánea, la cual toma en cada país, pueblo o cultura el carácter de su particular experiencia histórica.
El formidable despliegue de gadgets tecnológicos y la obsesión por estar “en línea” y “conectados”, así como la cautivadora promoción narcisista en las llamadas “redes sociales”, son una muestra evidente de todo lo anterior. No hay duda de que la Red o el Internet es una gran y fecunda invención. Pero tampoco cabe duda de la infantil alienación y deslumbramiento de la condición humana con los productos de su poderoso, pero extremadamente frágil ingenio.
Desde esta perspectiva, no hay duda de que la lógica inherente al capitalismo, fundada en la reproducción ilimitada del capital, genera las condiciones para los más complejos y diversos niveles de corrupción. Desde la petty a la grand corruption, los márgenes legales del capital y la ilegalidad del cada vez más ostentoso poder del narcotráfico se reconocen y se sostienen mutuamente. Por esta razón, la apoteosis mundial del capitalismo, bien nombrado por Gilles Deleuze y Felix Guattari como “una muy particular especie de delirio” es, más que causa, síntoma de que la corrupción que se vive es, efectivamente, estructural.
La corrupción estructural de la que cual el capitalismo hace síntoma, sobre todo a partir de la II Guerra Mundial, contiene un sello distintivo: la hegemonía mundial de la cultura de los EE.UU., es decir, del primer imperio americano y del último imperio nacido del legado expansionista de Europa. En efecto, la antigua colonia británica ha llegado a ser la heredera directa de lo que el historiador inglés John Darwin llama, “the British World-System”.
Lo anterior explica la penetración de la lengua inglesa en el habla de las otras lenguas; además del predominio cultural estadounidense: desde el look hasta el marketing, desde el concepto de fast food hasta el bullying, el fast thinking, el show business, los best sellers, los minijobs o las muletillas del it’s like (“es como si…”), las cuales ponen en evidencia el sostén del semblante, particularmente en nuestro país, Puerto Rico, el cual ha sido desde hace más de un siglo un “territorio experimental de ingeniería social” para las estrategias mundiales de dominio de las estructuras de poder de los EE.UU. (If the American ideal works in Puerto Rico, it means that it can work everywhere in the world: ¿quién dijo eso?) A este respecto, un curioso fenómeno a la espera de una explicación es el hecho de que, de todos los países europeos, España es quizá el país que con más ardor ha hecho suyo el modus vivendi del American Way of Life, al menos en los medios de comunicación, la clase política y los “nuevos ricos” nacidos de la burbuja de bonanza económica de los años ’80 y ’90 del pasado siglo, que ahora se ha desinflado estrepitosamente.
Por lo demás, es mucho lo que habría que estudiar de la mencionada penetración cultural en dos viejos imperios, actuales adversarios económicos de los EE.UU.: Rusia y China; así como en el subcontinente de la India (Bollywood vs. Hollywood). Como he señalado en alguna otra ocasión, el declive bastante evidente de la hegemonía económica de los EE.UU., está siendo acompañado por la incorporación de la cultura de dicho país a los aspectos más básicos de la vida cotidiana a escala mundial. Así, por ejemplo, está claro que el empresario, sea businessman o businesswoman, es el auténtico héroe o heroína (¡ojo con esta última denominación!) de una concepción de la cultura en la cual todo, sin excepción, está subordinado al criterio comercial y mercantil, y al argot del mundo empresarial. En la década de los ’60 del siglo XX a este fenómeno se le nombró “imperialismo cultural”. Su más elocuente análisis fue Para leer al pato Donald (1972) de Ariel Dorfmann y Armand Mattelart, publicado en Chile bajo el gobierno de Salvador Allende. Sigue siendo muy interesante lo que allí se plantea. Pero es obvio que ya los conceptos de “imperialismo” y “colonialismo” no son suficientes.
Volvamos al concepto de “corrupción estructural”. Confieso que he decidido valerme de esta expresión luego de no pocas reticencias. La tomo de un libro cuya lectura recomiendo encarecidamente a quien esto leyera. Me refiero al libro de Pier Bourdieu, Sobre la televisión, publicado en la Editorial Anagrama de Barcelona en 1997, y traducido del original en francés que se publicara en París en 1996. Sirva esta referencia como un homenaje al gran pensador francés fallecido en 2003. Hablando de los medios de comunicación, en particular del periodismo televisivo, Bourdieu indica que “la corrupción de las personas disimula esa especie de corrupción estructural (pero, ¿es que siempre hay que hablar de corrupción?) que se ejerce sobre el conjunto del medio a través de mecanismos tales como las cuotas de mercado…” (p.21).
A lo cual se podría añadir que las “personas” se corrompen porque dan por válido que hay un juego estructural que las cobija, haya o no una coacción legal. En el ejemplo de la televisión y de los medios de comunicación, está claro que las estrategias del marketing imponen un determinado juego estructural en virtud del cual se fabrica, literalmente, el semblante de realidad que se quiere promocionar. La corrupción en este caso no atañe solo a las “personas” sino también al lenguaje, el cual es sometido al reiterativo régimen del cliché y de la banalización sistemática del orden de los significados.
El criterio básico para entender el concepto de corrupción estructural es el de management o manejo estrictamente económico de la cultura y, por consiguiente, de las acciones humanas. Se trata, claro está, de la economía definida en términos de los intereses de las estructuras de poder que rigen el capitalismo contemporáneo, sea en su vertiente democrática neoliberal, en su versión neoliberal y autoritaria, como es el caso de Rusia, o en la vertiente de capitalismo centralizado de Estado, como sucede en China. “Hemos permitido al capitalismo hacerse, virtualmente, con cada aspecto de la existencia humana.”3 (Hay que poner énfasis en la frase “hemos permitido”.) Estas palabras de la pensadora estadounidense radicada en París, Susan George, ponen en justa perspectiva el capitalismo de la primera civilización mundial que es la nuestra. En términos lógicos, esto mismo podría formularse así: hay democracia si y solo si se reconoce la libertad económica del mercado, y el “derecho natural” al enriquecimiento y manejo mercantil de “cada uno de los aspectos de la existencia humana”.
Todas las libertades, sean individuales o colectivas, reconocidas por el supuesto constitucional de un “Estado de Derecho”, pueden suspenderse, limitarse o incluso suprimirse, de acuerdo con la prioridad de la “seguridad nacional”. La libertad económica, sin embargo, es intocable. Este dogma se estipula con particular vehemencia en los Estados Unidos de Norteamérica.
“Los directivos de las grandes corporaciones controlan a los políticos. Es indudable que el gobierno estadounidense, que en un tiempo funcionó bajo la fuerte influencia de los ricos, ahora se ve influenciado por la corporación exitosa.”4 Estas palabras del célebre economista John K. Galbraith son acertadas, pero muy blandas y algo ingenuas. Ellas nos refieren, precisamente, al concepto de corrupción estructural en el ámbito de los poderes fácticos que dirigen, aunque no gobiernen, la política de los EE.UU. y el mundo. Trataré de exponer lo que implica dicha cita de manera más contundente.
Bajo el modelo de la cultura política estadounidense, las leyes cumplen formalmente una doble función: promover el bienestar de los ciudadanos, así como proteger sus derechos y garantías constitucionales. Se trata del formalismo liberal de la democracia, en virtud de la cual la clase política, electa periódicamente en el concurso o certamen electoral, está llamada a representar a los ciudadanos en el ejercicio del poder público. Sin embargo, dicho formalismo está diseñado de tal manera (¡también y tan bien!), que su función real y efectiva no deja nunca de ser: salvaguardar y consolidar las estructuras de poder económico, militar y político de una casta dirigente. Una casta dirigente que si bien es heterogénea en su composición, resulta ser en extremo compacta en términos de la posesión y ampliación de sus riquezas y ámbitos de influencias. El remanso de su poderío es la cura en salud de la filantropía (Mark Zuckerberg en su muro de Facebook, con todo el candor del amor a los más necesitados: “Durante nueve años hemos tenido una misión, conectar el mundo…ya hemos puesto a más de mil millones de personas en contacto, pero nos queda hacer lo mismo con los 5.000 millones restantes. Este problema es mucho más grande. La gran mayoría de ellos no tienen acceso a Internet…”), y el estilo de vida de una mediocridad exultante (¡juguemos todos al golf!), capaz de sostener la magia de un optimismo anestésico (¿¡todo bien¡?) en medio de la más triste “miseria psicológica de las masas”, como dice Freud en su libro El malestar de la cultura.
Los cuerpos obesos y anoréxicos, el derecho constitucional a la autodefensa que legitima, en última instancia, el uso indiscriminado de armas de fuego por cualquiera en cualquier momento, y la perversa complicidad de una moral puritana con una robusta industria pornográfica, todo ello es la más clara señal de la implosiva descomposición de una sociedad cuya filiaciones y lealtades están casi exclusivamente definidas en base al cálculo monetario y el usufructo económico.
La democracia liberal estadounidense funciona de facto como una exitosa plutocracia, cuyo ingenio consiste en creerse y hacer creer que se vive en el mejor de los mundos posibles. El orden de las estructuras de poder es claro: desde Hollywood y los Reality Shows, desde Wall Street a los lobbies de las corporaciones o empresas multinacionales, pasando por el lucrativo negocio de las grandes agencias de acreditación que sostienen la educación (APA, MLA, MSA), hasta el Big Business de las agencias aseguradoras y el mercado cultural: todo ello forma un engranaje que se da a la tarea diaria de reiterar su propaganda fides. Esto es: la propagación de fe (¡ante todo hay que creer!) en los valores formales de la democracia y en la fruición de los valores abstractos del mercado. ¿Cuál es el sentido, en un tal contexto, de hablar de “crisis de valores”?
De esta manera se fortalecen los andamios visibles, aunque se hagan pasar por desapercibidos, de los poderes fácticos, por más sutiles o brutales que estos puedan llegar a ser a lo hora de defender el margen siempre en aumento de sus ganancias y beneficios, como lo ha demostrado en los últimos años el omnívoro poder del capital financiero. Habría que estudiar minuciosamente lo que sostiene el manto diáfano de fantasía –me valgo así de una frase de Eça de Queirós– de una economía política, que gran parte de la población estadounidense promueve, y de la que a la vez disfruta y participa. No hay duda de que de ella se está contaminado otra gran parte del planeta, a la manera de una gigantesca burbuja analgésica que impide ver lo que realmente hay.
Para concluir menciono, a grandes rasgos, las características más sobresalientes del “éxito” de la democracia capitalista made in USA. Reconozco que estos planteamientos son todavía unilaterales, pero no por ello dejan de ser válidos y oportunos, aunque puedan ser catalogados de “políticamente incorrectos”.5
(1) La fuerza vinculante de la cultura es desplazada por la violencia simbólica del dinero. De esta manera, se sostiene la ilusión real de que la garantía del bienestar es el poder adquisitivo del dinero y la ambición de riqueza. Digo que es una “ilusión real”, porque funciona (it works) en términos de las reglas de juego imperante y de la corrupción estructural generalizada. El concepto de “violencia simbólica” es de Pierre Bourdieu, quien lo define así: “La violencia simbólica es una violencia que se ejerce con la complicidad tácita de quienes la padecen y también, a menudo, de quienes la practican en la medida en que unos y otros no son conscientes de padecerla o de practicarla”. (P. 22, ed. cit.)
(2) La condición política de ciudadano es sustituida por la condición económica de consumidor. Este punto es determinante para la democracia formal, tan defendida por los “intelectuales orgánicos” del (neo)liberalismo, llamémosles por el momento así (Mario Vargas Llosa, Bernard Henry-Lévy, y así por el estilo…). Por más críticos que puedan aparecer en términos de la “sociedad del espectáculo” y la “sociedad de consumo”, se trata de nutrir el conformismo y la autocomplacencia, basándose en la promoción de un individualismo que tiene como telón de fondo la uniformidad. Estamos en todo momento ante unos mecanismos, cada vez más sofisticados, de fabricación de un público consumidor de mercancías, de imágenes, o de discursos moralistas y espiritualistas (los manuales de self-help o autoayuda y los famosos coaching son su expresión más notoria). A lo anterior hay que añadir el gran logro de una violencia institucional regida por los intereses compartidos y la alianza fáctica – y no ya en base a alguna siniestra conspiración (no hace falta): la psiquiatría y sus manuales de adaptación social (DSM); el neoconductismo y la psicología del yo; la psicología cognitiva-conductual, la neurociencia (¡léase al filósofo Daniel Dennett!) y la industria de los psicofármacos. Y de otra parte: las Relaciones Públicas, la Publicidad y la Mercadotecnia. Así se instrumentaliza de manera eficaz y eficiente una ostentosa “tecnología de la conducta”, como ya proponía B.F. Skinner en su importante libro Beyond Freedom and Dignity (1971). Toda ella concebida para reforzar los marcos institucionales de la democracia capitalista, y de paso asegurar el manejo “sano y productivo” del “tiempo libre” (leisure).
(3) La limitación de la participación política al millonario espectáculo electoral. Con lo cual queda al descubierto que los sectores mayoritarios de la población, muy particularmente las clases medias, las clases trabajadoras, los sectores marginados, y los llamados “grupos minoritarios” –siempre definidos en términos étnicos o de preferencias sexuales–, están cada vez más secuestrados por un universo mediático al que ellos mismos se someten “voluntariamente”, imaginando unos criterios de libertad que en realidad se les impone, y ajenos a las estructuras de poder que efectivamente manejan sus vidas. De esta manera, se despoja a los individuos de la singularidad de sus fuerzas vitales y a las colectividades de su potencia política, en nombre de la comodidad, el bienestar, la seguridad, el afán de normalidad y el anhelo compartido de riqueza monetaria. En definitiva: A brave new world of hope, opportunities and freedom.
- Me permito añadir que poco o nada tiene que ver lo anterior con la figura histórica de Jesús de Nazaret. Léase al respecto el libro del gran pensador alemán, Friedrich Nietzsche: El Anticristo, publicado en nuestra lengua en una edición impecable a cargo de Don Andrés Sánchez Pascual (Madrid, Alianza Editorial, 1974, y reediciones sucesivas). [↩]
- El libro del eminente historiador inglés, John Darwin, publicado en 2009, After Tamerlane. The Rise and Fall of Global Empires 1400, propone un interesante cambio de perspectiva con respecto al concepto eurocéntrico de “Historia Universal”. Leemos en la p. 222: “The increasingly universalist claims of European religious and intellectual culture offered a justification for these conquests, an explanation for their success, and a program for advance”. [↩]
- Palabras recogidas del diario madrileño El País, 4 de agosto de 2013. [↩]
- Palabras tomadas del libro Estados Unidos y el fin de la hegemonía. Conversaciones con Jorge Halperín, publicado en Buenos Aires por Capital Intelectual, 2004. [↩]
- Nada de lo anterior impide reconocer, por ejemplo, la extraordinaria producción intelectual y artística de un país que, como los EE.UU., han dado al mundo un caudal de pensadores, científicos, músicos, pintores y poetas. Sin embargo, este es un legado maravilloso que se ha ido creando a pesar de unos patronos culturales de profundo arraigo antiintelectual, como ya advertía con perspicacia Alexis de Tocqueville en su Democracy in America: “In America most of the rich men were formally poor; most of those who now enjoy leisure were absorbed in business during their youth; the consequence of this is that when they might have had a taste for study, they had no time for it, and when the time is at their disposal, they have no longer the inclination”. Cito de la edición en dos volúmenes de Vintage Books, Nueva York, 1999, p. 52. Percatémonos que desde entonces, el último volumen es de 1845, hasta hoy pasa a ser uso y costumbre la falacia de identificar el nombre de un país con el de todo un continente. [↩]