De crisis, vaticinios y consumo

Aïda Amer
Ante estas expresiones, y sin querer deslegitimar prácticas espirituales en las que la adivinación es un elemento central, no puedo dejar de sentirme como Agamenón ante el consejo del adivino Calcante cuando el primero le dice: “Adivino de males, nunca aún lo que es bueno me dijiste; siempre es grato a tu alma augurar, justamente, las desgracias; palabra buena alguna todavía hasta hoy ni dijiste ni cumpliste.» No puedo evitar esa primera reacción casi idéntica a la de Edipo, cuando, refiriéndose a Tiresias, afirmaba “…brujo, este tramposo, este embustero charlatán, que tiene vista solo para el lucro, pero es ciego en su arte.” Aunque lo anterior no pueda necesariamente ser superado. Es decir, aunque no pueda acabar de creer que todo lo que ocurre ahora ya había sido vaticinado no deja de despertar la inquietud crítica cultural el hecho de que mucha gente parece estar mucho más enterada de estas profecías que de la información científico-médica que también circula y la cual se supone que está en función de esclarecer el panorama y nuestros comportamientos ante esta pandemia.
¿No se suponía que a estas alturas del desarrollo humano ya estuviésemos en función de discernir, como colectividad, entre la información que puede sostenerse como válida y la que no? ¿Acaso no se esperaba que a este punto nada podría desmentir las verdades a las que la razón y ciencia han arribado? ¿No se supone que las respuestas no estén en otro lugar que no sea este mundo, el único que tenemos? En este bosque florecido de preguntas, algunas respuestas parecen mostrar disposición al florecimiento, aunque estas sean contingentes y hasta fugaces.
En un primer término, podría repetirse lo que en otro texto he mencionado: en la sociedad de la información la característica más sobresaliente es la desinformación general. La producción y difusión de información de todo tipo es tan abrumadora que, como se expresa en una canción de Silvio Rodríguez, “..ojo puesto en todo ya ni sabe lo que ve”. Ciertamente desde la ciencia se produce mucha buena información, pero al mezclarse en el torrente con toda la otra información procedente desde confines muchas veces desconocidos, no mucha gente tendrá la capacidad para discernir. La razón para la incapacidad antes mencionada no está relacionada con la carencia de educación formal. Existe mucha gente, muy bien educada, a niveles académicos altísimos, y que, aún así, viven en constante desinformación. Podría mencionarse que en esta coyuntura de la pandemia de COVID-19 a no ser que alguien esté especializado en temas de salud pública, medicina, microbiología y otras áreas del saber científico, no se podrá tener mayor certeza de alguna información que sobre el virus corona cualquiera acceda. No habrá equipaje de conocimiento para filtrar esa información.
En este contexto, la mayor parte de la información que damos por certera lo hacemos, en buena medida, por fe y por miedo (que raya en pánico) al contagio. Con tal de no contraer la enfermedad, cualquier acción es “buena” aunque a ninguna de ellas hayamos sometido a escrutinio ni análisis en su más simple forma. Y es que someter a análisis o a escrutinio tampoco es cualquier cosa. Esas no son habilidades ni entrenamientos que tanta gente posee como en muchas ocasiones se ha hecho creer.
Se escucha mucho: “la gente no cuestiona”, “la gente no investiga”. Pero, bien cabría preguntar, ¿tiene la gente las condiciones generales para cuestionar e investigar? ¡No! La ciencia y la razón no son tan universales. De igual modo, aún con toda la propaganda que desde la Academia se le ha hecho al binomio ciencia-razón, queda claro que, si bien ha mostrado proezas indiscutibles, no se trata de una pareja siempre infalible. Ahora bien, en la economía capitalista tardía el consumo posee un lugar privilegiado.
Consumir, como es notorio, se ha convertido en la razón central de vida en muchas sociedades contemporáneas. El trabajo esclavizante es el medio y el consumo es el telos, la finalidad, la cual cerca de ser alcanzada tendrá que reconfigurarse para seguir alimentando el deseo y, a su vez nuevamente, el consumo. Todo lo que apele al gusto-placer, al deseo y a sus formas de anhelar o aversar, será lo consumible masivamente o no. Pareciera que el eco de las palabras de Fausto retumban hasta el presente. La defensa hasta las últimas consecuencias de esta “capacidad” individual de “decidir” lo consumible o no se convierte en una afirmación indiscutible de la identidad. Se escucha en el firmamento la expresión de Fausto cuando advierte que “…me ha sido arrebatada toda clase de goces”. Es decir, que lo consumible no es simplemente lo que está para ser consumido sino, y ya en estos días queda demasiado claro, todo aquello que de manera espectacularizante se ofrece al consumo.
Lo espectacular apela al goce y este, a su vez, al favoritismo consumista. Todo lo que vaya en contra de la actitud fáustica, antes mencionada, irremediablemente pernoctará para siempre en las estanterías de cualquier tienda: real o virtual. Para Fausto, la manera de salir de su situación, de la cual tanto se queja, fue precisamente optar por la magia versus una vida de estudios centrados en cualquier cantidad de saberes autorizados. Ante un mundo acartonado y que no ofrece mayores posibilidades placenteras, ante un mundo terriblemente desencantado, el encanto se convierte en una fuerza inmensamente atrayente. De igual manera, la modernidad y el capitalismo tardíos, por un lado técnicos y automatizantes, optan por incentivar el consumo con la promesa de la posibilidad de que quien consuma pueda alcanzar o tener su pase a un mundo encantado ajeno a todo aturdimiento. Es la relación entre Fausto, su mundo anquilosado, y Mefistófeles y sus promesas. Por lo anterior, podría expresarse que lo mefistofélico supera por mucho cualquier otra condición del capitalismo contemporáneo.
En aras de encontrar aquello que el torrente confuso de información disponible solo ofrece a unos pocos, la búsqueda y la atención (el consumo) de los mensajes de mentalistas y videntes es lo que divierte la atención de muchos. Más allá de ser ciertas o falsas, las profecías atraen porque se escapan de las maneras “aburridas” (lo que significa en buena medida inaccesible) que el conocimiento posee en las sociedades marcadas por el desarrollo de la ciencia y la razón. Lo mistérico se vuelve un bien consumible al igual que muchos otros “productos” espirituales. En esa misma línea, también cabría plantear que todo parece indicar que el mundo natural, del que somos parte integral aunque la modernidad lo haya distanciado brutalmente de nuestra condición y lo haya convertido en cosa, ya no es percibido por muchos como un lugar en donde hallar respuestas. La superficie es eso mismo: ligereza, vacuidad y confusión provocada por oleadas de opiniones, cada una de ellas con pretensiones absolutas de verdad.
Ante una situación tal, una solución que se viste de grandes esperanzas es adentrarse en los confines de la tierra. Podrían, inclusive, rememorarse pasajes de la literatura antigua en los cuales a algún héroe que buscaba un conocimiento que nadie en su entorno podría brindarle era instado, por parte de diosxs u otros espíritus, a descender en busca del saber. Tales fueron los casos de Gilgamesh, Odiseo y Eneas, por mencionar algunos ejemplos. Sin embargo, la modernidad tardía no posee inframundos. Todos los selló para siempre y con ello pretendió que todo conocimiento “antipático” desapareciera. El leit motiv del inframundo como lugar de respuestas tan representativo de mucha de la literatura y mitología antiguas es sustituido por un mundo paralelo en el cual mucha de la información que no tiene cabida en las “superficies” o en el “mundo oficial” ahí la encuentra.
Es el ciberespacio el que en última instancia sustituye, a la luz del criterio de millones de personas, aquel mundo oculto en las profundidades de la tierra del cual se pensaba como inundado de verdades. Las experiencias de la modernidad se muestran cada vez más incapaces de ofrecer respuestas porque subestimaron todo el desconocimiento que la naturaleza misma puede entrañar. De ahí que para muchxs, prestar atención a espectacularizantes formas de sabiduría a través de Internet sea mucho más promisorio, etiológico y atractivo que intentar sumirse en estanques de información científica que, aunque no deja de ser importante para muchos, para tantos otros lejos de convencer lo que provoca es aturdimiento y confusión.