Castigar: ¿justicia o ignorancia?
El enunciado de los viejos iluminados me vino a la mente en medio de la orgía mediática en que se convirtió una pelea de escuela que terminó con el encierro de dos menores en Ponce. La planificada agresión transcendió a la opinión pública cuando los jóvenes victimarios documentaran y circularan la misma en las redes sociales. Llamaron entonces a convertir las agresoras en ejemplo. El llamado era a que, sin contemplaciones, se les sometiera al castigo más severo permitido por la ley.
El cotidiano incidente de pelea estudiantil, pues según la policía tan solo en el área policíaca de Ponce se reportan entre 4 y 10 semanales, generó en las redes sociales una discusión donde poco a poco, las jóvenes implicadas se fueron convirtiendo en chivos expiatorios que tenían que ser sacrificados ante los dioses para restablecer el orden, la moralidad, la decencia y la sana convivencia.
El sacrificio de estas estudiantes agresoras se construyó así como un acto necesario para dejar claro que nosotros como sociedad no somos violentos, que somos distintos a ellas, que ellas no representan nuestra sociedad. Claro, porque nosotros, los buenos, solo usamos la violencia cuando es necesario para mantener el orden o hacer justicia.
Ese sacrificio ante el altar mediático se hizo necesario para dejar claro que la gente como esas jóvenes y sus padres son los malos que destruyen nuestra fibra social resolviendo las cosas con violencia. Mientras que nosotros somos los buenos que merecemos ser protegidos por el Estado, aun cuando sea con violencia.
Mirando el incidente desde la perspectiva del enunciado budista que encabeza este escrito, la reacción que generó el incidente en el clima de opinión del país me llevó a preguntarme si de igual forma, ¿el castigo no es otro acto de ignorancia?
¿Acaso, al igual que el matar, el castigo no es una acción que dramatiza que los seres humanos no hemos logrado generar otra forma para manejar de manera no violenta a los y las que se apartan de las normas?
Mirando la historia, el castigo aparenta ser parte de la cultura del ser humano desde el principio. El mismo se legitima viéndolo como la forma de retribución ante una afrenta, física, material o emocional. Por eso está incluido en todos los códigos penales modernos o antiguos como forma de restitución. ¿Pero qué es lo que restituye el castigo? ¿Acaso nos devuelve al ser querido asesinado o la propiedad hurtada o destruida?
Uno pudiera pensar que el castigar a quien nos ofende o agrede hace del mismo un ejemplo para que otros no cometan ofensas. Pero si nuevamente miramos la historia, tenemos que admitir que el castigo nunca logró evitar o si quiera controlar el comportamiento desviado.
¿Acaso pudo Roma controlar al cristianismo con el castigo? ¿Fue efectiva la Santa Inquisición controlando la división de la cristiandad? ¿Pudo la supremacía blanca evitar con el castigo y la represión el avance de los afroamericanos que exigían se reconociera su humanidad? ¿Alguien puede creer que los castigos draconianos impuestos por la Ley Antidroga Estadounidense logran disminuir el consumo y venta de las mismas?
Se puede pensar entonces que todo ese discurso del castigo como forma de justicia y retribución es un eufemismo para disfrazar nuestra sed de venganza, aun cuando no logre nada más. Sin embargo, aparenta ser que ni para satisfacer la sed venganza sirve, tras presenciar la muerte de victimarios a mano del estado, muchos de los familiares de las víctimas declaran no sentir la esperada restauración o el alivio esperado.
En medio de este torbellino de ideas, recuerdo las palabras de aquel rabino de Galilea a quien le atribuyen haber ordenado a sus discípulos que perdonaran y amaran a sus enemigos.
¿Se puede entonces ser cristiano y castigar? Hay cristianos, como los cuáqueros por ejemplo, que no creen en el castigo y por eso inventaron eso de la rehabilitación. Perdonar es no castigar, así que debo pensar que aquel artesano convertido en divinidad repudiaba el castigo como respuesta. Tal vez él sí sabía que no resuelve nada…
Si somos honestos, debemos admitir que buscar otra manera para manejar la desviación que no sea castigar es un concepto novel en la humanidad. El castigo siempre fue y es la norma o la respuesta aceptada. Es por esto que no es fácil responder a la interrogante de qué hacer con el que delinque si no lo vamos a castigar. No es fácil a pesar de que, y repito, el castigo nunca ha sido disuasorio para el comportamiento desviado o la delincuencia.
En realidad el castigo, como bien demuestra la historia de Damiens en la grotesca narración de Foucault, solo ha servido para dejar claro quién manda o para restablecer la imagen de poder que unos mantienen sobre los otros.
Desde el siglo XVIII el Derecho occidental estipula, sin discusión hasta hace unas décadas, que el delito es una acción racional producto de un análisis de costo beneficio. Esta teoría puede ser cierta, pero me parece que es mal interpretada. Si bien el delito sí aparenta ser el resultado de un proceso de análisis por parte del delincuente, la discusión interna por parte del victimario no aparenta ser una para escoger entre cuánto gano delinquiendo y cuánto me costaría si me atrapan. La realidad es que el análisis por parte del victimario, si se da, es entre qué otras alternativas a delinquir puedo ver o reconocer, pues al fin y al cabo si el agresor no conoce otras alternativas, el crimen será la única opción que tenga, aun cuando le tema al castigo. Es decir, ante la necesidad, real o no, de delinquir para sobrevivir, no creo que haya tiempo para detenerse a pensar en el posible castigo.
¿Cuántos de nosotros, los decentes, no estaríamos dispuestos a cometer actos delictivos para alimentar nuestros hijos, aun cuando nos cueste la vida?
En resumen, admito que partiendo del orden social presente, no hay muchas alternativas a castigar a quienes se desvían, incluso cuando la historia demuestra que el castigo no funciona para controlar la criminalidad.
Digo que no hay otra alternativa, pues sin profundos cambios estructurales que hagan de nuestra sociedad una más incluyente donde todos tengan oportunidades para escoger entre delinquir o no, el castigo seguirá siendo ineficiente para contener la delincuencia.
Pero en fin, como la mayoría realmente no quiere o no le interesa cambiar el sistema, parece que nadie admitirá que el castigo no funciona para evitar la desviación y que seguiremos aplicando el mismo como una simulación de justicia.
De esta manera, parece que el viejo adagio budista aplica al castigo y que el uso del mismo es una expresión de nuestra ignorancia. Pero no solo ignorancia para manejar de otra forma al desviado, sino ignorancia para organizar una sociedad más justa e inclusiva donde nadie tenga que enfrentarse al castigo, pues tuvo verdaderas oportunidades antes de llegar a la delincuencia.
Solo en esa otra sociedad más inclusiva, la aplicación del castigo pudiera dejar de ser vista como un acto de ignorancia. Claro, eso no implica que llegue a ser un acto de justicia… Eso todavía estará por verse.