Antropología de los salvajes
Hacia una etnografía de los «boondocks»
Debo aplacar de entrada la ira de mis colegas sobre el uso de la palabreja salvaje, anatema entre las y los antropólogos contemporáneos, por estar cargada de prejuicios y evocar los tiempos en los que éramos agentes coloniales de los grandes imperios. Hay que pedir calma y sensatez, y un poco de comprensión. Puedo argüir que la antropología decimonónica (de la buena) y aquella de la primera mitad del siglo veinte utilizó ese término con cierto cuidado, para armar esquemas evolutivos o para hablar de las diferencias en los sistemas clasificatorios y de pensar entre los humanos, como en el caso de Claude Lévi-Strauss, en su clásico El pensamiento salvaje (1962). Pero, a decir verdad, el término ha caído en desuso y quien se empeñe en escribirlo será objeto del repudio de todas y todos.
Bueno, esta vez no tengo otro remedio que usarlo con un motivo heurístico. Los antropólogos hemos tenido una enorme fascinación por los otros, por su exotismo y por su distancia física y cultural con nuestros mundos urbanos y universitarios. Ha sido nuestra misión entender esas vidas, auscultar los detalles de sus enrevesados sistemas de parentesco, su cosmogonía de dimensiones casi fractales, cuya banda sonora consiste en mitos complicadísimos que se transmutan por todos los hitos de la geografía donde se cuentan. El público tiene también cierto morbo por esos modos de vida extraños, a los que intentan asomarse en cada documental del National Geographic, o se quedan mirando absortos dioramas sobre la vida en los bosques tropicales de la Amazonía, o en el desierto de Kalahari. Hasta donde sé, todavía los museos de “historia natural” de las grandes ciudades se empeñan en mostrar su desnudez y extrañas costumbres a las hordas de suburbanitas que recorren sus enormes salas.
No obstante, esos seres a quienes otrora llamábamos “salvajes” han dejado de serlo políticamente y comienzan a desaparecer de las salas de muchos de los museos y del discurso de la llamada “civilización.” Pero a su vez los salvajes son como un vicio, cada civilización necesita de ellos para poder proclamarse como cultura dominante, como superior, marcando la diferencia con sus agrestes ropajes y modos de vivir. Es por eso que aún hoy intentamos hallar un rasgo de esa vida salvaje, aunque camuflado, dentro de los lindes de nuestras modernas naciones y estados. Es por eso que usamos ese epíteto con cierta gente, que pensamos, deben llevarlo como un galardón, con orgullo. Como sugiere mi colega Miguel Del Pozo, los antropólogos (y la gente) buscan hoy esa otredad en la mirada hacia adentro de nuestras propias sociedades, siempre buscando lo exótico, lo salvaje y lo diferente, que inevitablemente se encuentra en los márgenes. La televisión de hoy ha encontrado a los nuevos salvajes y se ha empeñado en traerlos a nuestros hogares en una variedad de programas que apelan a nuestro espíritu aventurero—al menos desde nuestras cómodas butacas.
En el medioevo—y me disculpan esta digresión—la civilización apuntó hacia el hombre y la mujer salvaje y a los habitantes de los bosques como los nuevos otros. Metidos en los bosques, con escasas ropas, comiendo la comida casi cruda, usando arcos y flechas (armas consideradas primitivas) y viviendo de la cacería y la recolección, estos seres hirsutos encontraron un nicho en la imaginación medieval que dura hasta nuestros días. Hay, por toda la literatura medieval, observaciones y comentarios sobre estos hombres y mujeres, y sobre aquellos que vivieron vidas parecidas: los eremitas, los carboneros, bandidos, anacoretas, porqueros y tránsfugas en plena huida del Estado. A ellos se ha asomado con gran precisión el estudioso Jacques Le Goff, en su obra exquisita Lo maravilloso y lo cotidiano en el Occidente medieval. Esta gente del bosque vive de la naturaleza de manera plena, se enfrentan a las bestias (reales e imaginadas) del monte espeso y, en ocasiones, se cruzan con los malditos dragones que habitan los bosques y el imaginario. Los hombres y mujeres salvajes, seres del monte, que a su vez muestran los rasgos físicos opuestos a la civilización medieval, han capturado la imaginación popular europea y la de estudiosos como Richard Bernheimer en su obra Wild Men in the Middle Ages: A Study of Art, Sentiment, and Demonology. Recientemente, Roger Bartra ha escrito un extenso y hermoso ensayo sobre el tema que está traducido al castellano con el título de El salvaje artificial. En fin, que hoy y aquí, o antes y allá, los otros que viven esa vida wild, esa “vida loca”, esa vida insertada en la naturaleza “pura”, nos han movido a observarles y a contar nuestros mitos sobre ellos.
Pero volvamos a nuestros salvajes televisivos. Es muy poco lo que se ha escrito y pensado sobre esa gente de los márgenes, de costumbres extrañas y maneras de ganarse la vida que jamás pensaríamos, por ser distantes a nuestra manera de ser y vivir. No, no hablo de los chicos y chicas wild de Jersey Shore. Hablo de la gente que vive monte adentro, en las zonas retiradas, ocultas y acuosas, gente de los estuarios, de los ríos, de los pantanos floridanos o de los bayous de la Luisiana. Hombres y mujeres que viven de sumergirse en las turbias aguas de los ríos para pescar bagres con sus manos, o que exploran las oscuras aguas de los pantanos en busca de caimanes, peces extraños y jicoteas peligrosas. Son gente de hablar rudo, de rostros barbudos (los hombres) y ásperos, detrás de lo que se esconde cierta ternura familiar que en ocasiones aflora. Hablo de los bandidos que en esos lugares remotos, que en inglés le llaman los boondocks, tienen su alambique dispuesto al pitorreo (o moonshine, para ser correcto). Hay en la televisión por cable una fascinación por esas vidas salvajes, y así le llaman, sin tapujos. Estos son los otros que los hombres y mujeres de las ciudades nunca verán con sus propios ojos, ni tendrán la desgracia o la dicha de conocer. Pero algo nos mueve a ver estos programas que son de los peores que podemos encontrar, pues carecen de una mirada etnográfica sensible que nos lleve de la mano por los sinuosos meandros de sus extrañas vidas, como otros programas que he reseñado aquí.
A mí me interesa sentarme a verlos con mis herramientas antropológicas, pues es un mundo que me atrae. Paralelo a la plantación algodonera o azucarera, por todo el litoral caribeño del continente, las islas del Caribe y el sureste de los Estados Unidos, se forjó un mundo y una economía acuática y marítima paralela que usufructuó al mangle, el bosque del estuario, los bayous, los pantanos, los placeres y los hammocks (islotes de vegetación), los ríos y lagunas, y que trajinó con alimentos y bestias por ese paisaje acuoso. Ese fue un mundo gestado por negros, mulatos y blancos pobres que agregaron a esos lugares diversos lenguajes formando nuevas maneras de hablar y cantar al son de los remos y los golpes sobre el agua. Por esas vías, naturales y artificiales, fluyeron las mercancías legales e ilegales de un mundo convulso, traficadas en canoas, piraguas, balandros, ancones y gabarras. La gente que vemos en muchos de esos programas vienen de una larga estirpe de la gente de los humedales y bosques, que siempre ha estado ahí.
La narrativa de estos programas resalta el carácter exótico de esas vidas y deja que esos actores hablen y nos digan algo, pero la narración oficial no aporta mucho a nuestra comprensión. Hay que poner la mirada etnográfica sobre esas vidas para entenderlas. Observamos las señales inequívocas del mestizaje, de la abyección y de la pobreza de los blancos, de esos tildados por diversos epítetos como: white trash, rednecks, crackers y hillbillies. En los entresijos de las vidas mestizas, se escucha lejos, muy lejos, una que otra palabra en cajun, que nos advierte de una larga trayectoria por los bayous y la forja de una cultura criolla que no es ni lo uno, ni lo otro, sino otra cosa, siempre matizada por la embriagante música Zydeco.
Ya lo he dicho, el valor etnográfico de estos programas es muy poco, pero nos permite atisbar a ese mundo, que algunos de nosotros tocó brevemente en algún momento y que la gran mayoría de los televidentes estadounidenses anhela. (Hay que recordar que muchos de ellos se disfrazan de camuflaje y se van los fines de semana a cazar animales en bosques, reservas o ranchos destinados a eso, con sus rifles y arcos y flechas, rememorando un pasado salvaje.) Los productores de los programas han enfatizado el carácter salvaje de esas vidas y así lo promueven, usando ese epíteto (wild, wildman), evocándolo con palabras fracturadas (handfishin), refiriéndonos a su marginalidad social (hillbillies), o elevándolos a un nivel teratológico: gente del pantano (swamp people)
A pesar de todo, mi preferido es Hillbilly Handfishin (sin la g), una inmersión en el mundo de una familia dedicada al turismo wild, una experiencia única para la gente de la ciudad que se sumerge con ellos en las riberas del río Misuri para extraer con las manos bagres (catfish) de todos tamaños. No me lo creo, pues no es del todo un espectáculo de realidad y, además, hay una pre-producción muy trabajada para que esos dos seres aparezcan como rednecks sofisticados, capaces de profundos pensamientos filosóficos (casi al nivel del budismo zen) y una empatía casi antropológica con la gente que los visita y a quienes llevan a esta aventura en colaboración y saberes tradicionales. En los primeros programas su aspecto físico era digno de los boondocks, pero ahora parecen salidos de un salón de estilismo de Rodeo Drive, en California.
Uno de los que continúa con su nivel de autenticidad original lo es Ernie Brown (“el hombre tortuga”), el protagonista del programa Call of the Wildman, un ser de los bosques de Kentucky que aduce fue criado entre animales, capturando con sus manos todo tipo de animalejos y bestias del monte y los pantanos: zarigüeyas, mapaches, ratas almizcleras, culebras, jicoteas de pantano y caimanes, a quienes confunde con un chillido que parece salir de un animal salvaje escondido en una madriguera. A Ernie lo llevan a los diversos y distantes boondocks de los Estados Unidos (a wildman, is a wildman, is a wildman) a filmar esas escenas aspaventosas de gritos, correrías en espacios reducidos, chillidos y animales salvajes asustados que son atrapados por sus colas con las manos de Ernie… un “verdadero” hombre natural, más cerca de las bestias que de la gente.
Swamp People, cuyo nombre evoca a las películas B de monstruos y terror, es un programa que nos presenta las vidas de la gente que vive exclusivamente de la captura de animales en los humedales de Luisiana y cómo los persiguen, cazan y destripan para venderlos. Esta vez la cámara nos permite atisbar el sentir de los cajuns, su visión de mundo y los avatares de su vida familiar, mientras luchan contra el tiempo, las cuotas que tienen para un número de presas y las una y mil maneras en las que el objeto de su deseo, el aligátor o caimán americano, intenta no caer en sus manos. Este programa, que transita atropelladamente por la vida doméstica de estas gentes y su obsesión con los aligátores, nos muestra también la precariedad de sus vidas, a pesar de su fama reciente como hombres y mujeres salvajes de la TV. Mujeres salvajes que no van al supermercado a comprar, sino que se meten en el bayou para extraer su comida, como se anuncia en su página web.
No se me escapa el hecho de que hay dos bestias mitológicas del mundo cristiano que están en esta puesta en escena del salvajismo más impuro: la serpiente y el dragón. Estos hombres salvajes (y hay que añadir aquí los programas de los servicios para capturar animales no deseados en las casas, pero lo dejo a su curiosidad) se enfrentan a las encarnaciones de esas bestias religiosas, por medio de su lucha encarnizada contra culebras y caimanes. La cámara, los visuales, la narrativa y las palabras de esta gente nos lleva a pensar que se trata de una lucha ancestral que solo es posible en medio del monte espeso, como en el cuadro de Albrecht Altdorfer que nos muestra a San Jorge y el dragón.
Por otra parte, en la mitología nórdica el cerdo salvaje es una de las figuras centrales por representar la fertilidad y la abundancia, según nos señala el etnólogo, historiador y lingüista Regis Boyer. El jabalí es el eje del programa Hogs gone wild, que nos muestra cómo hombres y mujeres se dedican a extraer a estas bestias de las hermosas comunidades cerradas y de los ranchos amenazados por esas bestias. He ahí otro paisaje de adrenalina y salvajismo que encanta a los televidentes. No sé si por el arrojo de quienes los persiguen, o por la ira de los cerdos.
Pero…lo más fascinante está al otro lado del televisor, en las salas de los hogares, donde cientos de miles de curiosos, incapaces de tener la pericia, la voluntad y el valor de capturar un rajiero, nos sentamos horas largas a vivir vicariamente la vida salvaje, la gesta de los hombres y mujeres que viven en la naturaleza experiencias que nosotros quisiéramos tener, al menos por unas horas, en las que volvemos –visualmente– al medio acuoso del que una vez salimos.
Agradezco a Cynthia Maldonado Arroyo sus comentarios y su trabajo editorial (que en ésta ocasión fue más trabajoso de lo usual) y a Miguel Del Pozo y a Michelle T. Schärer, por sus observaciones puntuales sobre estos salvajes y la mirada que les damos.