Una generación perdida
Luego de una intervención militar proveniente de Occidente en el país vecino Libia, muchos se preguntaban, ¿cuándo sería el turno de Siria? ¿Cuándo vendría la ayuda a la oposición? La respuesta en aquel entonces y aún en los presentes días, – donde se contempla la posibilidad de intervenir por el uso en terreno de armas químicas -, rayaba en los intereses políticos y económicos de las partes.
Fue cuestión de tiempo para que la situación escalara a guerra civil. La Oficina del Alto Comisionado de Derechos Humanos de las Naciones Unidas estima la pérdida de 93,000 vidas, mientras que la Agencia de la ONU para los Refugiados apunta que 1.9 millones de habitantes se han desplazado fuera de las fronteras de su país en aras de sobrevivir.
De todas estas cifras, las más alarmantes provienen de UNICEF. En su informe de marzo 2013, el organismo señala que un millón de niños, la mayoría menores de 11 años, se han convertido en refugiados. Dispersos en campamentos en estados limítrofes como Jordania, Egipto, Líbano, Irak y Turquía, este colectivo corre el riesgo de ser una “generación perdida”.
El término, popularizado en la década del 1920, fue utilizado por ésta y otras organizaciones no gubernamentales para brindarle importancia a esta crisis. Sin embargo, el origen de la expresión buscaba describir el estado de ánimo de una juventud que había sido testigo de los estragos sociales, económicos y humanitarios que causó la Primera Guerra Mundial. Escritores de la talla de F. Scott Fitzgerald y Ernest Hemingway, documentaron en sus obras el desconcierto y la frustración que solían empañar los sueños de sus pares.
A partir de ese entonces, la “generación perdida” pasó a ser una frase literaria y en pocas ocasiones, siendo una de las más recientes el desplazamiento indefinido de miles de refugiados en Somalia, era empleada para exponer una realidad. Quizás su uso constante ha sido evadido por la carga psicológica que representa tanto para el sujeto como para el testigo.
Y no es para más, esa descripción no es ningún aliciente para jóvenes sirios que escapan con sus familias – y otros miles sin ellas – de la violencia en sus ciudades por la peor crisis humanitaria en décadas.
El desplazamiento en sí, no es lo duro. Lo difícil viene después, en el campamento, cuando toca continuar o formar una vida porque la estructura de este tipo de asentamiento provee una seguridad relativa y pasajera.
Para un niño, ser un refugiado es depender casi en su totalidad de organismos internacionales y entidades locales para recibir alimentos, agua potable, sanidad y en el mejor de los casos, educación. Su acceso a recursos es limitado; su entorno cultural y sus relaciones comunitarias se han visto quebrantadas.
Para los niños huérfanos, el drama se complica aún más porque se ven forzados, de repente, a asumir roles y responsabilidades de adultos y con el tiempo, se desilusionan por no poder recuperar noción alguna de un hogar.
Recientemente, en una visita a la zona, Antonio Guterres, Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados, denunció que los niños en estas condiciones sufren de traumas y episodios de ira.
Para los varones, puede esperarse que el resentimiento venga infundido por un código social y religioso de honor que les dicta defender la familia y la patria. Para otros, la decepción proviene de la exposición a graves violaciones de derechos humanos como mutilaciones, violencia sexual, tortura y detención arbitraria.
Sin duda alguna, un niño es la víctima más vulnerable de un conflicto porque no está completamente desarrollado física, mental y emocionalmente y también, porque su bienestar depende del apoyo de su entorno, sus lazos filiales, su comunidad.
Hoy, se habla de una “generación perdida” porque lamentablemente, estamos viendo su formación. Y mientras más pase el tiempo y la inacción siga reinando, crecerá la probabilidad de que esta juventud no esté capacitada para brindar paz y estabilidad ni para sí misma.