Nombramiento condicionado
“No todos los abogados admitidos al ejercicio de la profesión están calificados para ser jueces ni de distrito ni de la Corte Suprema. Hay muchos que han sido admitidos como abogados hace más de diez años y no han practicado la profesión. Y no tienen mente jurídica. Y no saben interpretar una disposición de un estatuto. He visto muchos. Los he oído argumentar y no me han convencido con sus argumentos. No tienen mente jurídica. No pueden ser jueces.”
Celestino Iriarte, 1 Diario de Sesiones de la Asamblea Constituyente de Puerto Rico, página 486, 24to Día de Sesión, 3 de diciembre de 1951.
Se escurre la legitimidad de la Rama Judicial a través de grietas abiertas por un sistema político que, una y otra vez, y a pesar de las advertencias, cierra puertas a una conversación urgente sobre el ejercicio de su poder. El reciente nombramiento de la ahora jueza Liza Fernández prueba lo acusado en páginas digitales, y ahora en papel,1 una y otra vez. “Lo bajaron sin debate y sin nada”, dijo un Senador entonces en la minoría. Los votos estaban para confirmarle. Sus méritos y deméritos estaban por discutirse. Y así, “sin debate ni nada”, crecerá la sensación en nuestra población de que la legitimidad del poder judicial se encuentra en uno de los peores momentos de su historia.Hace unas semanas el Juez Presidente se expresó sobre estos nombramientos judiciales descargados con la misma prisa y falta de consideración pública que observamos en las confirmaciones recientes del Supremo. “Hay que darle oportunidad a esos jueces a que demuestren que tienen la capacidad, que tienen el talento, que tienen el temperamento judicial y juzgar su trabajo a la luz de eso”, dijo Hernández Denton.
Como recomienda el Juez Presidente, su trabajo será juzgado ex post facto. Y así lo haremos. Pero que no hayamos podido evaluarlos ex ante es fatal: esa consideración previa es crucial si queremos evitar un tipo de daño institucional particular que nada tiene que ver con la posible calidad de los jueces. Con estos nombramientos ese daño ya está hecho. Es un daño irreparable a la confianza pública de la Rama Judicial que se acumula hasta la crisis.
Y es que los jueces, y aquellos aspirantes al cargo, no pueden estar inmunes al ojo crítico ciudadano. El poder será ejercido. La pregunta es si será ejercido en términos y bajo condiciones que podamos percibir como válidas, aun desde el disenso. Acercarnos a ese ideal requiere de la evaluación ex post a la que el Juez nos convoca. Pero eso no es suficiente. Es necesario, además, que el proceso constitucional de nombramiento y confirmación de jueces se enriquezca con deliberación razonada.
Hay muchos factores que pueden abonar a la legitimidad del ejercicio del poder judicial. Uno de ellos es el debate público transparente sobre los méritos de un nombramiento. Bajo el arreglo constitucional actual, el Gobernador nombra con el consejo y consentimiento del Senado. Pero en las condiciones políticas de hoy, carentes de un sentido democrático participativo, ese sistema no funciona pues se presta para la confirmación senatorial por pura aritmética de votos. Nuestro sistema republicano de gobierno no solo obtiene su legitimidad de la desnuda votación mayoritaria.
Es necesario que los componentes de las ramas políticas ausculten mecanismos para suplir esta deficiencia institucional autolimitando sus facultades para, así, abrir el proceso de selección ampliamente a sectores con mucho que aportar (al Colegio de Abogados, a las Escuelas de Derecho, a grupos comunitarios y profesionales, etc.). Un mecanismo específico no será difícil idear: que estos grupos propongan y evalúen candidatos sobre la base de criterios de excelencia, temperamento judicial y demás factores de idoneidad, y que el Gobernador se comprometa (políticamente) a seleccionar de ese grupo. Siempre y cuando la evaluación en la Asamblea Legislativa sea precedida por procesos participativos y abiertos, mucho habremos ganado. Nada de esto es demasiado innovador, aunque es urgente y necesario.
Ahora bien, no solo el proceso de selección abona a la legitimidad del ejercicio del poder judicial. Un elemento fundamental es la preparación de estos profesionales. Los jueces, para que se ganen nuestro respeto, no pueden ser incompetentes. Por competencia me refiero a la “habilidad para conocer y entender el derecho sustantivo, procesal y probatorio. Habilidad para desempeñarse fiel y adecuadamente en el cargo de juez”.2 Y es por aquí que hay bastante camino por recorrer.
Actualmente existe un programa de adiestramiento a jueces de nuevo nombramiento, a través de la Academia Judicial Puertorriqueña, con la idea de capacitarles en la función judicial. A estos jueces rookies se les ofrece un programa que, me cuentan, dura cerca de un mes (seguido de cursos de educación continua que se ofrecen a todos los jueces). Ciertamente, el esfuerzo es indispensable a la luz del deficiente proceso de nombramientos corriente. Sin menospreciar el hecho de que existen muchos jueces competentes, una vez el proceso de nombramiento es completado sin que se haya escrutado su capacidad adecuadamente, nos tenemos que chupar una potencial honorable batata y lo único que puede hacer la propia Rama Judicial es un esfuerzo remedial que inevitablemente será insuficiente en muchos casos.
¿Habrá alguna forma de atender, aunque sea mínimamente, este problema de competencia? Una alternativa podría ser instaurar la Carrera Judicial con funcionarios preparados por una Escuela Judicial, cuyo transcurso y ascenso por la Rama responda al principio de mérito.3 No la discuto aquí, esencialmente, porque no estoy convencido de que es buena idea como cuestión de política pública y tengo dudas sobre su constitucionalidad (bajo el contexto constitucional actual).
Tengo en mente otro acercamiento. Propongo un sistema de nombramiento de jueces condicionado. Según este, un aspirante al cargo solamente podrá ser nombrado formalmente si, luego de su confirmación por el Senado, el candidato aprueba un programa de estudios mínimo diseñado para capacitarle en la función judicial. Si no aprueba dicho currículo, no podrá ser juez. Es decir, el Gobernador no podrá nombrarle y extenderle sus credenciales.
Algunas precisiones constitucionales son necesarias. Para eliminar una fuente potencial de conflictos, limitemos la propuesta al nombramiento de jueces con jerarquía inferior al Tribunal Supremo.
Empecemos por el texto de la Constitución. Dice en su Art. V, sec. 8, que: “Los jueces serán nombrados por el Gobernador con el consejo y consentimiento del Senado”.
De ordinario (y con excepción de los nombramientos que se realizan en los recesos legislativos), el Gobernador primero nomina a una persona para el cargo enviándolo al Senado para evaluación; luego, el Senado le confirma (tras su consideración), y entonces el Gobernador, luego de la confirmación, extiende su nombramiento completando el proceso. Al final de todo, el Primer Ejecutivo expide unas credenciales a la persona, como prueba de la producción de dicho nombramiento.4
Aunque no es el escenario convencional, en teoría, el Gobernador puede negarse a extender un nombramiento aún luego de la confirmación por el Senado. Y ha sido norma reiterada (al menos en la jurisdicción federal de donde recibimos el esquema general de nombramientos) que esa es una facultad ejecutiva discrecional,5 por lo que “after confirmation, the President may refuse to execute the appointment”.6
Así, podemos observar un punto de entrada; un intersticio en el proceso de nombramientos por donde introducir, mediante legislación, requisitos de preparación profesional que condicionen el cargo, aun después de su confirmación. En este sentido, podemos concebir un sistema en que se limite la facultad discrecional del Ejecutivo de realizar el nombramiento de modo que no pueda efectuarlo sin que antes el nominado complete el programa de estudios.
Tal vez se piense que un esquema de esta naturaleza interfiere demasiado con prerrogativas constitucionales del Primer Ejecutivo y que, a lo sumo, sólo podrá sugerírsele que se abstenga de nombrar hasta que se cumpla la condición educativa. No obstante, e independientemente de alguna jurisprudencia que fuertemente sugiere lo contario,7 debemos recordar que los cargos judiciales (salvo los del Tribunal Supremo) son producto de legislación y que, por tanto, el proceso político tiene la flexibilidad de imponer los criterios sustantivos que estime pertinentes para ocuparlos. De este modo, lo que en primera instancia puede plantearse como una limitación al poder del Ejecutivo de completar el ciclo de nombramiento, está mejor concebido como la satisfacción por el nominado de las condiciones legales para el cargo.
Que las ramas políticas pueden imponer por ley condiciones al ejercicio de estos cargos, es incuestionable.
Veamos el texto Constitucional. Luego de referirse al nombramiento de los jueces del Tribunal Supremo, el Artículo V, § 8 Constitución de Puerto Rico establece que “[l]os términos de los cargos de los demás jueces se fijarán por ley”. Claramente se concede la facultad de fijar por ley la duración (“los términos”) de dichos cargos. Es lo que dice el texto y, en general, así se desprende del historial constitucional. Así, por ejemplo, los jueces del Tribunal de Apelaciones ocupan el cargo por 16 años y los jueces del Tribunal de Primera Instancia por un término de 12 años. Todo eso, y mucho más,8 se establece por ley.
La Asamblea Legislativa no solo determina la duración de dichos cargos. La ley de la judicatura impone ciertos requisitos adicionales para la elegibilidad de un potencial juez. Así, la sección 2.015 de la Ley de la Judicatura de 2003 establece:
“Además de cualquier otro requisito dispuesto en esta Ley, los nombramientos de los jueces deberán recaer en personas altamente cualificadas, quienes deberán gozar de buena reputación moral, tener conocimiento y capacidad jurídica, poseer cualidades de integridad, imparcialidad y temperamento judicial; demostrar responsabilidad y habilidad para ejercer las funciones judiciales.”
Plasmar estos requisitos en una ley puede ser considerado, hasta cierto punto, innecesario. Después de todo, corresponde al proceso político institucional asegurarse que los jueces satisfagan ciertas condiciones sustantivas y personales. Al consignarse en la ley, sin embargo, se dice algo —jurídicamente hablando— sobre la facultad de las ramas políticas de condicionar mediante legislación la elegibilidad para el cargo. Y, aun cuando puedan despacharse estos requisitos como una mera aspiración, la realidad es que hay otras condiciones mucho más estables y comprobables. Por ejemplo, una persona no puede ser juez del Tribunal Apelativo a no ser que tenga nueve años “de experiencia profesional posterior a su admisión al ejercicio de la abogacía en Puerto Rico”. Asimismo, los Jueces Superiores y los Municipales deberán tener siete y tres años de experiencia profesional, respectivamente. También a los potenciales jueces hoy día se les exige el cumplimiento de un sinnúmero de requisitos formales: certificaciones de Hacienda, ASUME, referencias profesionales y personales, estados financieros, y hasta se les realiza un examen psicológico.
En fin, la práctica constitucional ha sido la de delegar a las ramas políticas todo lo concerniente al establecimiento de requisitos sustantivos (más o menos comprobables) para ocupar el cargo de juez (salvo por los jueces del Tribunal Supremo). Así, pues, no veo ningún problema estructural (que no sea un rígido formalismo) que impida a la Asamblea Legislativa y al Gobernador aprobar legislación que requiera (tal y como se exige cierto número de años de experiencia práctica), como condición adicional, la aprobación de un programa de estudios debidamente estructurado luego de que el Senado confiera su aprobación al candidato.
Porque las ramas políticas (idealmente junto a un proceso participativo amplio) deben tener la flexibilidad de seleccionar personas con una variedad de experiencias, perspectivas y trayectorias de vida, no me parece adecuado proponer un programa de estudios con anterioridad a una nominación inicial por el Gobernador pues limitaría la cantera de talento a solo aquellas personas que, de antemano, escogieron esa ruta profesional. Tampoco parece razonable exigirle a una persona que se someta a un proceso de preparación después de su nominación inicial, sujeto a la incertidumbre del proceso de confirmación. La inversión de tiempo y recursos ante el azaroso proceso político legislativo, ahuyentaría a candidatos idóneos. Al mismo tiempo, como se ha dicho, el adiestramiento remedial posterior al nombramiento puede ser insuficiente. El punto de entrada más razonable parece ser: posterior a la confirmación pero anterior al nombramiento final.
La sustancia estará, por supuesto, en los detalles. Qué tipo de programa, quién lo administra, por cuánto tiempo, quién lo paga, etc. Yo no sé. Habrá que estudiarlo. Pero sí podemos anticipar que debe ser estructurado con la participación de las facultades de Derecho, el Tribunal Supremo y el Colegio de Abogados. También, deberá basarse en criterios de evaluación, dentro de lo posible, objetivos y políticamente confiables para evitar su manipulación arbitraria y partidista.
Asimismo, de modo que no se convierta en un impedimento para atraer buen talento profesional, debe pagársele el salario al potencial juez por la duración de este currículo: aquel salario que percibiría en la eventualidad que apruebe el programa de estudios. De esta manera, podrá legalmente exigírsele que cese sus funciones profesionales previas (privadas o públicas), mientras goza de estabilidad económica. A ese potencial juez, además, le deberán ser aplicable normas similares a los Cánones de Ética Judicial, en lo que sea pertinente. De otro lado, nada de esto impide que se desarrolle un currículo opcional, previo a cualquier nominación, que un abogado o abogada pueda seguir para hacerse elegible al cargo sin condiciones adicionales (por ejemplo, acumulando créditos especiales de educación continua —créditos ofrecidos por las instituciones que administran el currículo para los potenciales jueces y que caduquen en términos razonables). Tal vez ciertos títulos graduados avanzados, ofrecidos por instituciones de alto calibre, pueden satisfacer este requisito (PhD o JSD, por ejemplo).
La idea es atender seriamente el criterio de competencia que tanto abona a la legitimidad del sistema judicial, a la vez que se preserva amplia flexibilidad a las ramas políticas (y al proceso político) para seleccionar candidatos a jueces. El costo económico puede ser considerable. Pero lo barato sale caro, especialmente cuando el precio se paga en legitimación.
Finalmente, podrá objetarse que una vez confirmado un juez, principios de independencia judicial impiden que sea removido de su cargo —a no ser que sea mediante el juicio político de residencia constitucional (Art. III, sec. 21 Constitución del ELA) o mediante procesos disciplinarios realizados por el Tribunal Supremo. Nuevamente, el punto crucial es que la deferencia al proceso político (y a las soluciones que se conciban en este para establecer las cualificaciones de los jueces) debe primar. Lo mismo habrá que responder a una aplicación novedosa del invento judicial más reciente, que confiere un “derecho adquirido”9 a los intereses más extraños imaginables (como escoltas de exgobernadores), en caso que se quiera argumentar que esos potenciales jueces de alguna manera son investidos con un derecho adquirido al puesto de juez. Si las condiciones postconfirmación son establecidas de antemano, difícilmente podrá hablarse de un derecho adquirido.10
Nada sustituye a un proceso político participativo vigoroso para escudriñar la capacidad de potenciales jueces y demás criterios de selección. Lo aquí sugerido no contradice ese principio, sino que lo fortalece. Si bien debemos involucrarnos discursiva y políticamente en la evaluación del ejercicio del poder judicial, hay espacios importantes (hoy desaprovechados) dentro del proceso político formal que también hay que explorar. Ojalá esta propuesta sirva como punto de partida para una conversación.
*Agradezco a la estudiante de Derecho, Zoán Dávila Roldán, por su asistencia en la investigación para este ensayo.
- Véase Érika Fontánez Torres e Hiram Meléndez Juarbe, Derecho al derecho: intersticios y grietas del poder judicial en Puerto Rico, 2012. [↩]
- In re Conferencia Judicial de P.R., 120 DPR 420, 423, 1988. [↩]
- Sobre la carrera judicial véase Fernando Martín, Estudio sobre la Carrera y la Escuela Judicial, 12 Rev. Jur. UIPR 147 (1977). [↩]
- “El Gobernador deberá comisionar o expedir sus credenciales … A todos los funcionarios nombrados por el Gobernador …con el concurso del Senado”. Código Político de 1902, art. 170, 3 L.P.R.A. § 544(b). Sobre las diferencias entre la nominación, nombramiento y expedición de credenciales, véase Op. Sec. Just. 1967-25; Op. Sec. Just. 2005-5. Véase además, Marbury v. Madison, 5 U.S. 137 (1803). [↩]
- Marbury v. Madison, 5 U.S. 137, 162 (1803) (“The discretion of the Executive is to be exercised until the appointment has been made”). [↩]
- Dysart v. US, 369 F.3d 1303, 1316 (Fed Cir. 2004). [↩]
- Véase U.S. v. Le Baron, 60 U.S. 73, 78 (1856): “When a person has been nominated to an office by the President, confirmed by the Senate, and his commission has been signed by the President, and the seal of the United States affixed thereto, his appointment to that office is complete. Congress may provide, as it has done in this case, that certain acts shall be done by the appointee before he shall enter on the possession of the office under his appointment. These acts then become conditions precedent to the complete investiture of the office; but they are to be performed by the appointee, not by the Executive; all that the Executive can do to invest the person with his office has been completed when the commission has been signed and sealed; and when the person has performed the required conditions, his title to enter on the possession of the office is also complete.” [↩]
- Véase Art. V, sec 2. (“La Asamblea Legislativa, en cuanto no resulte incompatible con esta Constitución, podrá crear y suprimir tribunales, con excepción del Tribunal Supremo, y determinará su competencia y organización.”). [↩]
- Hiram A. Meléndez Juarbe, Derechos adquiridos (y la constitucionalización de algunos intereses patrimoniales), http://derechoalderecho.org/2009/10/13/derechos-adquiridos/ [↩]
- Otros detalles complicados tendrán que atenderse como, por ejemplo, la eventualidad de que se confirme a un nominado y, mientras la persona está realizando los estudios, haya un cambio de gobierno. En ese caso, a la fecha que apruebe sus cursos, habrá un nuevo Gobernador. Tiendo a pensar que ese escenario puede probablemente atenderse mediante un nombramiento por el Gobernador anterior, sujeto a una condición suspensiva. Es decir, un nombramiento cuya efectividad quede pospuesta sujeta al posible cumplimiento del requisito adicional de preparación académica. ¿Puede el nuevo gobernante negarse a reconocer ese tipo de nombramiento con condición suspensiva? Entiendo que no. En ese caso, el acto de terminar el programa de estudios es lo que supliría la pieza final para el nombramiento extendido condicionalmente por el Gobernador. Véase U.S. v. Le Baron, 60 U.S. 73, 78 (1856), supra, nota 7 (“and when the person has performed the required conditions, his title to enter on the possession of the office is also complete”). [↩]