México en Alabama
Pero muchas veces esa larga lista cambia por meras casualidades de la vida. Hace años, por ejemplo, la inmensa mayoría de las ciudades del sur de los Estados Unidos no aparecían en mi imaginario listado de lugares que quería conocer. Pero pedronavajosamente las cosas cambian sin uno planearlo y cambia por ello ese inventario de lugares a los que se quiere ir. Hace pocos años Tuscaloosa, Alabama, era para mí sólo un nombre, una remota y vaga imagen del Sur Profundo, como lo llamaba la hoy olvidada poeta española Concha Zardoya. Me imaginaba esa ciudad como una imagen fugaz de una película o de la página de un libro; era el lugar donde se daba una marcha por los derechos civiles de los afroamericanos o el escenario de un cuento de William Faulkner o de Eudora Welty, aunque sabía que ambos grandes escritores se inspiraban en Mississippi y no en este vecino estado. Pero entonces se me hacía difícil distinguir un estado sureño del otro porque toda esa región formaba para mí una unidad indiferenciada. Pero algo, al menos, sabía de Tuscaloosa antes de visitarla por primera vez; sabía que el nombre le venía de un cacique indígena, de un guerrero gigante que aparece en la historia de la conquista española de lo que hoy es el sur de los Estados Unidos y entonces llamaban la Florida; el dato lo hallé en un libro de Garcilaso de la Vega, en La Florida del Inca.
Hoy conozco Tuscaloosa bastante bien porque ahí voy desde hace unos años al menos dos veces por semestre para visitar a Iñaki. Jamás me hubiera imaginado que visitaría tan frecuentemente este rincón aburridísimo del Sur Profundo. Porque eso es Tuscaloosa: el aburrimiento hecho ciudad. Tiene unos cien mil habitantes y un centro que casi ni lo es. Casi no tiene aceras, ni tiene transportación pública, pero sí, varios barrios pobres donde vive gran parte de la población afroamericana. Hay allí pocos bares y menos cines. Por ello el pobre Iñaki se mata buscando algún nuevo lugar distinto a donde llevarme en cada visita: que si un mercadillo de agricultores locales, que si un nuevo café con buen ambiente, que si una tienda de ropa usada en donde comprar corbatas estrambóticas, de las que me gusta llevar. Cualquier lugar nuevo para él es una posible atracción en esta pequeña ciudad, reino absoluto del aburrimiento.
En uno de mis viajes a Tuscaloosa Iñaki me informó que me tenía una sorpresa. Era sábado a las once y media y nos subimos a su auto; viajamos unos diez minutos hacia un pueblito cercano, Newport. Antes de llegar allí nos detuvimos en una pequeña tienda en la carretera, en un cruce de caminos casi en medio de la nada. Un letrero anunciaba que el lugar se llamaba ¨Lupe´s¨. Entramos. El negocio consistía de tres pequeñas habitaciones que se comunicaban entre sí formando una unidad. Probablemente había sido una residencia antes de reencarnar en negocio improvisado. Entramos a la habitación principal donde dominaban un mostrador, una nevera y varias estanterías repletas de habichuelas Goya, de néctares Jumex y de latas de chipotle Herdez. Una mujer sonriente – debía de ser la Lupe del letrero – y una tímida niña de unos seis años eran las únicas que estaban en el lugar. En la habitación de la derecha, que alguna vez estuvo separada por una puerta y ahora quedaba sin barrera, se veían sillas reclinables y secadoras de pelo: el lugar, además de tienda de comestibles, fungía de salón de belleza. La habitación a la izquierda, que también estaba unida a la principal por la puerta ausente, era la más pequeña y allí sólo había dos pequeñas mesas con cuatro sillas cada una y manteles de hule con un barroco estampado de flores y frutas en colores chillones. Era un comedor improvisado. No sorprendía nada porque la improvisación definía todo ¨Lupe´s¨, porque era un local que reflejaba las duras circunstancias de emigrantes que intentaban sobrevivir y, para hacerlo, se reinventaban su mundo originario en otro lugar y bajo circunstancias duras y limitantes.
De repente descubrí una estufa detrás del mostrador. En sus hornillas reinaban como rotundas matriarcas tehuanas cuatro ollas inmensas y humeantes en las que Lupe – así voy a nombrar a la mujer, aunque nunca supe su nombre ni el de la niña que se escondía tras la ella cuando le hablábamos cariñosamente para ganar su confianza – hervía docenas y docenas de tamales: “de puerco, de pollo, de mole y de res”, nos informó Lupe. Compramos dos de cada uno; queríamos probarlos todos y celebrar el hallazgo de verdadera comida mexicana en Tuscaloosa. Lupe nos los envolvió en papel de aluminio para mantenerlos calientitos hasta llegar a la casa. Allí no se vendía cerveza y queríamos acompañar ese manjar con una ¨Negra Modelo¨ bien fría y un poco de ensalada, por aquello de engañarnos con algo saludable con que acompañar los tamales oaxaqueños que acabábamos de comprar en ese colmadito, restaurante y salón de belleza que desde ese día visitamos cada vez que iba a Tuscaloosa, siempre los sábados justo antes del mediodía porque era cuando Lupe tenía listos los tamales que desaparecían en menos de una hora, porque los obreros mexicanos que vivían por los alrededores acababan con todo lo que había en las ollas en poco tiempo. Muchos clientes los consumían allí mismo, acompañándolos con refrescos o jugos de fruta, en las dos mesas con manteles de hule de estampado neobarroco. Curioso, ahora que lo pienso, nunca vimos a nadie en el cuarto que fungía de salón de belleza, aunque siempre veíamos a Lupe impecablemente peinada, como acabada de pasar por las manos de una experta peluquera.
Los viajes a comprar tamales se convirtieron en rituales de mis visitas, porque los tamales eran deliciosos, porque nos gusta tener actividades que se repiten como ritos o días feriados y porque poco o nada había que hacer en Tuscaloosa. Pero Iñaki continuaba buscando nuevas actividades, nuevos lugares que visitar.
En uno de esos viajes a Tuscaloosa, un domingo temprano en la tarde, me anunció que me tenía preparada una expedición. Quería sorprenderme, así que no me dijo a dónde íbamos cuando subimos al auto. Tras un viaje de unos veinte minutos llegamos a un pueblucho llamado Moundville. Su centro era minúsculo y estaba compuesto por casas con bastante terreno a su alrededor de tal manera que daban la impresión de un barrio suburbano. Pero no íbamos a ese pueblo para ver su seudo centro sino para visitar un parque muy amplio donde se hallan las ruinas de un verdadero centro urbano, de una ciudad prehispánica. Hoy la llaman también Moundville, porque no sabemos cómo se llamó originalmente y porque se destaca por sus montículos, unos 29 de ellos esparcidos por un área de 320 acres. El montículo más alto se eleva unos 70 pies. Todos fueron construidos por la acumulación de tierra sacada del mismo lugar. Las excavaciones de donde se extraía la tierra para la construcción formaron charcas en todos los alrededores. Los arqueólogos nos dicen que la ciudad apareció para el siglo VIII de nuestra era y que para el XIII alcanzó su apogeo; era un centro urbano, religioso y funerario, con una empalizada de troncos de pino que lo convertía en una mega ciudad fortificada en esta área en ese momento. Los historiadores nos dicen que cuando Hernando de Soto pasó por esa región en el siglo XVI no llegó a conocer la ciudad porque ésta había estado abandonada y en ruinas desde hacía ya siglos. Por su parte, los antropólogos nos dicen que en Moundville se vivió un choque y una transición de culturas, que el centro, fundado por miembros de tribus de la llamada cultura de los Bosques Orientales, floreció por el impacto de la llamada cultura del Mississippi, cultura que tuvo su centro máximo en la gran ciudad de Cahokia, localizada a las afueras de Saint Louis, Missouri. Esta cultura se destacó por este tipo de centros urbanos formados por plazas ceremoniales rodeadas por montículos que formaban pirámides truncas o en forma de mesetas, en cuyos topes se construían edificios ceremoniales o casas para los líderes. Algunos de los montículos también servían de tumba.
Aunque ya conocía una de estas ciudades de la cultura del Mississippi, Serpent Mound, en Ohio, a donde me había llevado mi amigo Daniel Torres, conocer Moundville fue una revelación. Serpent Mound, como el nombre sugiere, está formada por una sola construcción: un gran montículo de unos tres pies de alto en forma de una serpiente que lleva en sus fauces un enorme huevo. Para poder apreciar la construcción hay que subirse a una torrecita desde donde se puede observar la totalidad de la figura. Este montículo es una escultura de tierra y servía para rituales religiosos y para observaciones astronómicas que regulaban la siembra de la comunidad que lo construyó. Su estructura es única, pero sabemos que la parte central de los Estados Unidos estaba salpicada por decenas y decenas de centros urbanos de este tipo, ciudades de plazas y montículos, y que se encuentran construcciones parecidas muy al sur, hasta en la Florida. El historiador Roger G. Kennedy en Hidden Cities: The Discovery and Loss of Ancient North American Civilization (1994) explica cómo desde el siglo XVIII, pero sobre todo en el XIX, muchos de estos centros urbanos fueron destruidos por agricultores que querían aplanar el terreno para desarrollar la agricultura. Algunos, como Moundville, fueron preservados, aunque fueron también explorados de manera poco científica desde el siglo XIX. La historia de la exploración de este centro es particularmente interesante porque aquí se descubrieron piezas de gran interés artístico y arqueológico y porque, por años, sirvió de escenario para rituales cristianos que nada tenían que ver con los orígenes del lugar. Hoy, por suerte, el sitio está protegido y esos rituales ya no se llevan a cabo allí y las excavaciones que se conducen están hechas de manera sistemática y científica.
A pesar de mi visita a Serpent Mound, la sorpresa del descubrimiento de Moundville fue inmensa. Al subir al tope del Montículo B, el más alto, pudimos apreciar gran parte del complejo. No era Monte Albán ni Teotihuacán ni Xochicalco ni Papantla, pero era obvio que estábamos en un importante centro urbano prehispánico. ¿Cuántos seres humanos tuvieron que pasar años y años cargando cestas llenas de tierra sacada de otro lugar con utensilios muy sencillos para construir estas impresionantes pirámides truncas? John H. Blitz, autor de una muy útil guía de Moundville, asegura que “[t]he people who built Moundville had no direct ties with the Aztec, Maya, or other civilizations to the south”. Pero sabemos que los habitantes de este centro tenían como alimento principal el maíz, producto que habían obtenido por una cadena de intercambios con poblaciones más al sur que, a su vez, lo habían obtenido de los pueblos de Mesoamérica. Y, más tarde, cuando visitamos el pequeño museo que está en el mismo parque, vimos artefactos con imágenes de serpientes aladas que nos recordaban al gran Quetzalcóatl, la serpiente emplumada que aparece en casi todas las culturas mesoamericanas. No pretendo de ninguna manera contradecir a los estudiosos que niegan la conexión entre la gente de Moundville y la de Mesoamérica. Ellos saben mucho más que yo sobre este tema. Sólo señalo esas semejanzas entre los dos pueblos y, más que nada, quiero apuntar que desde la cumbre del Montículo B, desde donde observaba lo que hace siglos fue una gran ciudad, no podía dejar de sentirme en tierra mesoamericana. Cuando subí el Montículo B, para mí y por un momento, México estaba en Alabama.
La visita a Moundville nos dejó con deseos o, mejor, con ganas de comer tamales. Nos dijimos, vamos a pasar por “Lupe’s” aunque sea domingo a ver si ocurre el milagro y los hallamos; sería, aseguramos, la cena ideal de un domingo de excursión a una ciudad prehispánica que nos hacía pensar en México. Por ello en vez de ir directo a la casa, tomamos la carretera en dirección a Newport para pasar por el colmado, restaurante y salón de belleza improvisados por la emigrante cocinera y peluquera. Así lo hicimos y al llegar al cruce donde se halla la tienda descubrimos que “Lupe’s” estaba cerrado. Será por ser domingo, me dije, aunque otros domingos el negocio había estado abierto. Pero otros viajes sabatinos nos vinieron a probar que el negocio había cerrado permanentemente, lo que vino a confirmar un letrero que más tarde apareció frente al local y que anunciaba que el mismo estaba a la venta. ¿Por qué, si el colmadito parecía tener siempre clientes? Al ver el letrero de venta frente a “Lupe’s” tuvimos que verbalizar lo que siempre habíamos pensado pero no queríamos decirnos: Lupe y su tímida niña eran otras víctimas más de la nefasta “HB 56”, la ley que pasó la legislatura de Alabama imitando y superando la “HB 70” de Arizona, leyes que intentan reglamentar y contener la presencia de trabajadores de origen mexicano en esos estados.
En junio de 2011 la legislatura de Alabama pasó el “Beason-Hammon Alabama Taxpayer and Citizen Protection Act”, la nefasta “HB 56”. Desde entonces la población de emigrantes latinos ha disminuido grande y gradualmente del estado. El primer efecto fue que los padres dejaron de mandar a sus niños a la escuela por miedo a las ignoradas consecuencias de la ley. Más tarde las familias enteras de emigrantes se fueron a otros estados. Lupe y su niña, como si fueran judías o moras españolas del siglo XV, tuvieron que abandonar su casa; fueron parte de esa nueva emigración. ¿Estarán ahora en Georgia o en Carolina del Norte? Las plantas de procesamiento de carne de pollo y las fábricas de papel, industrias donde trabajaban muchos de estos emigrantes, se hallan ahora con escasez de trabajadores, al punto que muchos de los industriales empiezan a pedir a la legislatura que reconsidere la “HB 56”. Hay amigos que están más enterados que nosotros sobre las condiciones de trabajo de los emigrantes que nos dicen que poco a poco éstos comienzan a regresar a Alabama.
Pero “Lupe’s” ya no es “Lupe’s” y no hemos hallado otro negocio como éste donde comprar tamales oaxaqueños. Iñaki sigue devanándose los sesos en busca de lugares a donde llevarme cuando lo voy a visitar. La mayor parte de las veces recurrimos a una excursión a Birmingham, una ciudad cercana mucho más grande que Tuscaloosa. El museo de bellas artes de esta ciudad, pequeño y con una colección desbalanceada pero interesante, se ha convertido en una de las mecas principales de nuestras excursiones. Dada la falta de mejores atracciones, una mala librería de viejo o un supermercado donde se pueda comprar cordero se convierten en hallazgos y hasta centros de peregrinaciones. Así de mala está la cosa en este reino del aburrimiento.
Por ello tanto Iñaki como yo nos preocupamos grandemente cuando nuestra amiga Reyes Coll fue a dar sendas conferencias a Tuscaloosa y Birmingham. ¿A dónde llevarla? Poco tiempo teníamos para excursiones, pero la pudimos llevar al museo de los derechos civiles, un magnífico lugar que documenta con fotos, películas y objetos de la época la lucha de los afroamericanos de Birmingham y toda Alabama por sus derechos civiles. El héroe de toda la exposición es, obviamente, Martin Luther King. Las exhibiciones tratan de establecer paralelismos con otros grupos que han luchado y luchan por sus derechos, como los homosexuales y los judíos. Pero, curiosamente, no recuerdo haber visto en el museo ni una sola alusión a la lucha de los latinos de Alabama, aunque aparece la imagen del gran líder chicano César Chávez.
¿Qué más hacer para darle una imagen positiva a Reyes de Alabama? Ese se convirtió en un problema menor cuando nos tuvimos que enfrentar al pésimo funcionamiento del hotel donde nos quedábamos y donde se celebraba la conferencia de profesores de lengua y literatura hispánicas a la que asistíamos. Todo allí funcionaba muy mal y los administradores, a quienes Iñaki se quejó, de nada se hacían responsables. Él, quien había invitado a Reyes, se sentía abochornado. Más aun cuando el pobre recordaba que yo había hecho el viaje a Alabama expresamente para estar con nuestra amiga
Nos tomábamos un café en el vestíbulo del hotel los tres con nuestra amiga Karina Vázquez cuando pasó una empleada que por su porte, por su paso y por su actitud parecía una matrona tehuana sacada de un cuadro de Miguel Covarrubias o de una fotografía de Graciela Iturbide, dos artistas mexicanos que han captado magistralmente el aura de esas mujeres que se han convertido en iconos de la dignidad y la fuerza femeninas. (No, lector o lectora, no piense usted que se trataba de Lupe; eso sólo ocurriría en un cuento de O. Henry o de Maupassant y ésta es una historia verdadera, aunque usted lo dude.) Me sonreí con la empleada del hotel y, como soy muy atrevido o carifresco, comencé de inmediato una animada conversación con Marta. En el chaleco que le hacían llevar aparecía un cartelito con su nombre: “Me han puesto una hache de más y dice Martha, pero mi nombre es Marta y soy del merito Deefe; soy chilanga”, aclaró de inmediato defensiva y socarronamente. Después de echarle una mirada intensa e interesada de pies a cabeza a Reyes, Marta continúo la conversación con nosotros. La pobre Karina, quien me aún ve como un serio profesor, no daba fe de mi desembarazo y mi jugueteo con Marta. A los pocos minutos, ésta, quien aprovechaba un descanso de dos horas en su horario de veinte de trabajo, terminó con el brazo en mi hombro, como si fuéramos cuates tomando tequila en una cantita de Tepito. La timidez no era característica de Marta y era obvio que sentía afinidad con nosotros. La intuición de reconocer a gente afín la llevaba a sentir confianza con nosotros y nosotros, a la vez, la veíamos como un ángel que se aparecía en el caos del hotel para hacernos sentir que, en todo momento y en todo lugar hay siempre la posibilidad del diálogo y la solidaridad. En unos minutos, y aunque sabíamos que jamás la volveríamos a ver, Marta nos contó de los pesares de su emigración y de su trabajo y de la separación de su familia. En unos minutos se convirtió en una nueva vieja amiga que transformaba ante nuestros ojos y por un breve momento el caos del hotel. La conversación duró unos diez minutos pero éstos parecían diez gozosas horas con una amiga de siempre. Marta tenía que volver a trabajar. Nos despedimos como si nos fuéramos a ver al otro día, aunque todos sabíamos que así no sería.
A la mañana siguiente salimos del hotel para llevar a Reyes al aeropuerto; regresaba a Boston, donde vive. A Marta no la volvimos a ver. Pero tanto Reyes, como Iñaki, como yo terminamos con la certeza de que aunque los arqueólogos digan que los habitantes de Moundville no hubieran estado en contacto con las culturas mesoamericanas, que aunque la legislatura estatal haya pasado la nefasta ley “HB 56” y aunque ya no podamos comprar los tamales de Lupe, México sigue presente en Alabama y así lo probaba la perseverancia de Marta que vino a recordarnos que el desplazamiento y la emigración son parte de la naturaleza humana y que la historia de toda la humanidad ha sido determinada por la movilidad que se ha convertido en rasgo esencial o definitorio de nuestro ser. Es que desde nuestros orígenes mismos, allá cuando aparecieron los primeros humanos en África y de ahí se esparcieron por todo el globo, hemos estado en constante movimiento y ese flujo nos ha llegado a definir.
Todos somos emigrantes porque somos humanos y, por ello, México siempre está en Alabama. Lupe y Marta así me lo probaron.