Ida
Pensamos en la Segunda Guerra Mundial y el recuerdo que nos abofetea es el Holocausto y las atrocidades cometidas, no solo por los Nazis, sino por los rusos. Son situaciones inolvidables y aterrantes. Cuando de niño vi en los noticiarios en el cine los cadáveres amontonados en los campos de concentración esas imágenes me cambiaron la idea de la guerra, ya que en el cine, en las películas de esa época, ni siquiera había sangre cuando ametrallaban a un soldado. Estos cadáveres no eran extras desnudos haciéndose pasar por cuerpos congelados, esta era la muerte, enseñada sin tapujos, para que nadie dudara lo que sucedió. Lo imposible predecir era qué consecuencias podía tener el Holocausto en la reconstrucción europea y cómo iba a moldear la situación del ciudadano en las fronteras entre el nazismo y el comunismo ruso, ya que en ambos regímenes el antisemitismo era rampante.
En los años de la posguerra en que la Guerra Fría predominó en nuestras vidas, lo quisiéramos o no, el malestar con lo que sucedía en los países detrás de la cortina de hierro se vivía principalmente a través de libros de autores que habían sido testigos de las atrocidades del soviet. “Darkness at Noon”, aunque escrita mucho antes de la Guerra Fría, y las tribulaciones del cardenal húngaro József Mindszenty, condenado por el partido comunista por su oposición al soviet, fueron para mí reveladoras. Pero más me marcaron las historias contadas por el cine, aunque fueran parcialmente ficticias. Era difícil separar la realidad de las histerias anticomunistas de personajes como el senador Joseph McCarthty y sus seguidores, y de lo que podía ser meramente propaganda y persecuciones de brujas, como las del “House Un-American Activities Committee”. Sin embargo, en mi adolescencia, estaba más preocupado (literalmente) por los Nazis que se habían escapado a Sur América, y que Hitler estuviera vivo sin pagar por sus crímenes, que las desgracias individuales de los sobrevivientes del Holocausto. No que fuera insensible, es que me faltaba conocer a una de sus víctimas o a uno de sus parientes, por lo tanto, no tenía un referente personal que me relacionara con esa tragedia. Eso no pude experimentarlo hasta que me fui a estudiar en Filadelfia y allí conocí personas que habían perdido familiares en los centros de exterminio.
Desde entonces han sido muchos los libros y las películas que han tomado estos temas y que hemos leído y visto. Ahora nos llega una película que enfoca otro aspecto, el de los niños cuyo origen fue borrado para protegerlos de la muerte, particularmente en la Europa oriental. Es un filme que añade un elemento que se ha tratado parcialmente antes pero en relación con la jerarquía de la Iglesia Católica y los judíos durante la guerra. Sin embargo, no tanto como experiencia vital de individuos presos del caos de la conflagración. Además, toca en el tema de cómo la memoria se usa para recordar o para olvidar. Ida se ha olvidado de su procedencia y su tía no puede olvidar sus propias acciones.
En la “República del Pueblo de Polonia” en los años 60 del pasado siglo Anna (Agata Kulesza), una novicia, es ordenada por la madre superiora del convento a visitar su familia antes de tomar sus votos. Va a Lodz a ver a su tía Wanda Gruz (Agata Trzebuchowska), una juez y ex fiscal. Esta bebe mucho y es un ser amargado y endurecido por sus experiencias. Luego de haber participado de la resistencia antinazi, su carrera principal era procesar a desafectos al régimen comunista, y por ello goza de poder e influencia en el país.
Desapasionadamente le revela a Anna que su verdadero nombre es Ida Lebenstein y que sus padres fueron asesinados por los Nazis, Wanda accede a viajar con Ida a buscar la tumba de sus padres. El filme se convierte en una metáfora: un “road movie” de dos personas que van en busca de una tumba. Una tumba que sabemos que ya es parcialmente realidad para ambas.
Las sorpresas que se topan en el camino van estrechando los lazos entre las dos mujeres a la vez que muestran las incompatibilidades de dos seres separados por la edad, y por sus creencias. Estas diferencias están enmarcadas en el ritmo especial que le han impartido a la película su director Paweł Pawlikowski y el editor fílmico Jaroslaw Kaminski. Acostumbrados a las velocidades de las películas norteamericanas, particularmente las de acción, al espectador promedio le parecerá el filme lento. Esa queja (que se oye con frecuencia y muchas veces detesto) no toma en consideración qué es lo que estamos viendo y cuál es la intención estética del artista. De hecho, y no digo nada que no sepan, la vida es así, lenta, y muchas veces aburrida. Pero no hay momentos aburridos en esta película porque las composiciones de cada encuadre son de gran belleza y debieran estimular al espectador a entender que acentúan la claustrofobia que han sufrido, Ida en el convento y Wanda en la corte. Los cinematógrafos Łukasz Żal y Rysard Lenczewski usan el blanco y negro para contrastar las diferencias emocionales de las protagonistas y, al mismo tiempo, para recordarnos que no son libres. Sutilmente los trasfondos pueden tener ribetes ominosos (rejillas, cuadriculados que sugieren barrotes) o la escueta soledad de un paisaje solitario, como los muchos que sabemos que fueron usados para ametrallar cientos de miles de judíos y otros prisioneros, tanto por los Nazis como por los rusos. O tal vez, algunos de los que Wanda juzgó y condenó.
También el director y sus camarógrafos recurren a los contrastes de luz para ilustrar las diferencias ideológicas entre las dos mujeres. Una, sobreviviente de la guerra por haberse unido a la clandestinidad, emergió de las sombras para unirse a la oscuridad que cubrió a Polonia en juicios falsos y arreglados contra la “intelligentsia” polaca y los resistentes que repudiaron el comunismo soviético. Otra, que se ha unido a una religión suprimida por los comunistas y muy distinta a la de sus padres, para emerger a un mundo hostil que desconoce. Por ejemplo, escenas en el convento sirven de contrapunto a las de un cabaret en un hotel en que las dos mujeres pernoctan, y la música del cabaret contrasta con el silencio entre ellas. Desde ese punto de vista de la plasmación de un sentido estético que sirve para enmarcar dos vidas atribuladas, la película es una joya.
Un filme como “Ida” no encuentra una audiencia muy amplia en los Estados Unidos (ni aquí) seguramente porque la educación y el conocimiento de la historia del asistente al cine es pobre, deficiente o ausente. Aún hay personas, como sabemos, que opinan que el Holocausto no ocurrió y que lo que nos dicen sobre esa mancha creada por personas, son patrañas perpetradas por los judíos. Otros no quieren leer títulos (la película es hablada en polaco) o no tienen la capacidad de leerlos. Pesa también sobre el estadounidense promedio el que esa guerra está muy lejana y lo que oyen en televisión (y en el cine), dependiendo de la estación y las películas que ven, está dirigido a justificar la guerra reciente en el mediano oriente. Es una tragedia que ese sea el caso, porque el Holocausto y otros ataques de “limpieza racial” o étnica no se pueden ni se deben de olvidar. Máxime cuando esas acciones siguen teniendo efectos inesperados en la política mundial de hoy día, como indica el reciente caso de Charlie Hebdo que tras bastidores es una confrontación racial. Para discutir eso, sin embargo, hay que esperar a la película del ataque contra ese periódico. Dependiendo de quién la haga, veremos de qué lado se inclinará la balanza ideológica. En “Ida” aunque hay en el trasfondo una capa significativa de simbolismo ideológico en contra del nazismo y el estalinismo, lo que emerge al final es un desbalance emocional ante los laberintos por los que camina la vida que no se puede mitigar con lo político.
*La película está disponible en Netflix y obtuvo el Oscar (2015) como mejor película extranjera.