¿Ghetto o Nación?
Somos los hijos de una tierra pobre e ignorante, de una tierra donde todo está por hacer. He aquí lo que sabemos. […] Sabemos que la patria es algo que se hace constantemente y se conserva sólo por la cultura y el trabajo. El pueblo que la descuida o abandona, la pierde, aunque sepa morir. Sabemos que no es patria el suelo que se pisa, sino el suelo que se labra; que no basta vivir sobre él, sino para él…
-Antonio Machado
No es patria el lugar donde nacemos, si nos quitan el derecho de servirla; si entregan su felicidad a los que la desdeñan, si nos niegan la posesión de lo que es nuestro.
-Eugenio María de Hostos
Semanas atrás, el Gobernador de Puerto Rico opinó que si algún día pasábamos a ser un estado de EE.UU. nos convertiríamos en un ghetto. Se refería este a la situación crónica de marginalidad socio-cultural y de dependencia económica generalizada en la que habitan los residentes de ciertos sectores urbanos de ese país. Muchos de los residentes de esos ghettos pertenecen a sectores raciales minoritarios quienes, por el conjunto de circunstancias en las que conviven dentro de tales sectores geográficamente delimitados, suelen subsistir mayoritariamente al margen de la economía y el empleo formal. Así, se concentran en los ghettos conductas que usualmente asociamos con factores de descomposición del tejido social. El ghetto se considera un microcosmos donde impera la falta de reglas sociales, presuponiendo un estado de “anomia”.1 Esto es, un estado de colapso de la gobernabilidad; generado por la incapacidad de la estructura social de controlar el surgimiento de sistemas de valores donde prevalecen distintos tipos de conductas anti-sociales y delictivas, ante la falta de oportunidades de progreso social de los sujetos en cuestión.El referido comentario del Primer Ejecutivo boricua sobre la posible ghettoización del país, no pasó de ser noticia por más de un día. Rápidamente el tema se desvaneció sin dejar rastro, tras caer en el hoyo negro del absurdo debate partidista puertorriqueño. No obstante, se trata de un asunto serio que no debió ser descartado livianamente. No me refiero a la opinión politiquera del Gobernador sobre la estadidad; sino a la posibilidad real de que nuestro país pueda convertirse en un gran ghetto, independientemente de cual sea nuestro status político.
Y es que en estos días ya es imposible ocultar el avanzado grado de descomposición social en que vivimos los puertorriqueños, dado los niveles exorbitantes y descontrolados de violencia irracional, delincuencia, dependencia, dejadez, enajenación, resignación, corrupción, insolidaridad e incultura que colectivamente nos arropan. Me atrevo a afirmar que como pueblo, hoy por hoy, carecemos de unos objetivos, ética o sistema de valores que podamos reclamar como realmente comunes. Es decir, que sean efectivamente compartidos por una mayoría sustancial de los habitantes del país. El país se nos desmorona en las manos, y nosotros vivimos peleándonos las migajas, cada cual halando para su lado.
Los principales partidos políticos realmente carecen de principios o programas de futuro. Incapaces de buscar ponerse de acuerdo en lo más mínimo, su único objetivo político es boicotear cualquier iniciativa del partido contrario, aunque en algún momento ellos mismos hayan favorecido alternativas similares. El fracaso del oponente para que quede mal, es el único norte que comparten por igual las principales fuerzas políticas del país en su oportunismo ilimitado; aunque en el camino se lleven por delante al resto de la población. Similarmente, en la generalidad de los distintos ámbitos del quehacer social, todo se ha tornado relativo y dependiente de lo que nos convenga en cada momento. Ya prácticamente ningún sector puede reclamar derecho a lanzar la primera piedra, sin correr el riesgo de que termine destrozando su propio techo de cristal. Esos divisionismos y relativismos generalizados fortalecen conductas individualistas a ultranza, y socavan aquello que va quedando de nuestro sentido colectivo de ser pueblo. Se trata de carencias que nos desvían de los caminos de la nación, para acercarnos a los del ghetto.
Desde este íntimo confesionario cibernético admito, con entera candidez, y no sin profunda angustia, que según el tiempo pasa reconozco menos similitudes entre mis convicciones y aspiraciones para el país, y las actitudes generalizadas de nuestros paisanos. Y no me refiero a asuntos generacionales. Basta encender la radio, abrir un periódico, transitar dos cuadras, cruzar tres palabras, para muchas veces sentirnos extraños en nuestra propia tierra. Para experimentar, cada vez con mayor frecuencia, un desgarrador sentimiento de pérdida de aquello que un día nos enseñaron a llamar patria.
Hace casi un siglo José Ortega y Gasset sentenció en La Rebelión de las Masas, que la existencia de cualquier nación debía su razón y fundamento, no a la historia y cultura compartidas de un pasado, sino a la conjunción de aspiraciones con miras al futuro. Decía Ortega:
“Sangre, lengua y pasados comunes son principios estáticos, rígidos, inertes: son prisiones. Si la nación consistiese en eso y en nada más, la nación sería una cosa situada a nuestra espalda, con la cual no tendríamos nada que hacer. Ni siquiera tendría sentido defenderla cuando alguien la ataca. […] Por eso nos movilizamos en su defensa: no por la sangre, ni el idioma, ni el común pasado. Al defender la nación defendemos nuestro mañana, no nuestro ayer.2
Personalmente comparto la visión de Ortega, no solo en cuanto a las naciones, sino en torno a todo tipo de relaciones humanas. Pienso que el pegamento que permite que cualquier tipo de relación entre personas tenga significado en el tiempo presente son las aspiraciones que se comparten de cara al futuro, independientemente de las experiencias pasadas. Lo anterior, trátese de relaciones amorosas, comerciales, políticas o sociales de cualquier tipo. El pasado es importante como punto de referencia para poder imaginarnos el porvenir; pero siempre será la magia de la visión compartida en torno a las posibilidades de un futuro mejor, lo que determinará nuestra capacidad de vivir el presente en comunidad. Sin visión de futuro se pierde la esperanza, que no es otra cosa que el convencimiento de que podremos alcanzar aquello que racionalmente vislumbramos.
En La Revolución de la Esperanza, Erich Fromm señalaba que la esperanza y la fe son cualidades esenciales a la vida humana. En tanto y en cuanto una de las características de la vida es el cambio constante, toda vida que se estanca tiende a desaparecer, siendo la muerte un estado de completo estancamiento. Al respecto, añade el referido filósofo alemán:
“Lo que vale para el individuo vale también para la sociedad. Esta jamás es estática: si no crece, decae; si no trasciende el statu quo hacia lo mejor, se desvía hacia lo peor. A menudo tenemos, la gente que conforma una sociedad o como individuos, la ilusión de que podríamos estar quietos y no alterar la situación dada en uno u otro sentido. Esta es una de las ilusiones más peligrosas. En el momento en que nos detenemos comienza la decadencia.» ((Erich Fromm, La Revolución de la Esperanza, Fondo de Cultura Económica, México, P. 27 (1988).))
Y añade:
«Otro resultado y mucho más severo del destrozo de la esperanza es la destructividad y la violencia. Justamente porque los hombres no pueden vivir sin esperanzas, aquel cuya esperanza ha sido completamente destruida aborrece la vida. […] No es, sobre todas las cosas, la frustración económica la que conduce al odio y la violencia. Lo que lleva a ésta y a la destructividad es la falta de esperanza de la situación, las promesas rotas siempre repetidas. […] No únicamente el individuo vive gracias a la esperanza, las naciones y las clases sociales viven también gracias a la esperanza, la fe y la fortaleza, y si pierden este potencial, desaparecen, sea por falta de vitalidad o por la destructividad irracional que desarrollan. ((Fromm, op.cit, 32-33.))
Lo anterior debe ponernos a pensar sobre el clima de desesperanza generalizada que se vive en el Puerto Rico de hoy, y su relación con la violencia, decadencia y auto-destructividad que nos consume. Al respecto, ni la estadidad nos condenará irremediablemente a convertirnos en un ghetto, ni mucho menos el mantenimiento del presente estado de limbo colonial impedirá que ello ocurra. Incluso, ni siquiera el advenimiento de la independencia política por sí sola nos salvará de ese abismo, si no somos capaces de elaborar un programa realista de progreso socio-económico que cautive a las grandes mayorías del país y les devuelva la fe en un futuro mejor: democrático, solidario e inclusivo. Al presente, ninguno de los principales partidos políticos ha sido capaz de desarrollar alternativas de cambio real y mucho menos que partan de las capacidades internas del país. Para ello se necesita la visión, la valentía y la voluntad que de una u otra forma han demostrado carecer los mismos. Lo anterior es particularmente lamentable en cuanto a nosotros los independentistas, quienes en muchas ocasiones nos conformamos con apostarle a la ilusión de la alegada indestructibilidad de una nacionalidad puertorriqueña (que ya nadie sabe con certeza qué significa), o la de la inmutabilidad de ciertas reglas del devenir histórico (que han demostrado su obsolescencia). Porque, como advierte Fromm, la verdadera esperanza nada tiene que ver con las falsas ilusiones.
En un artículo publicado en la edición de 21 de junio de 2013 de 80grados, José Alberto Álvarez afirmaba que “tal vez a quienes más nos cueste ponernos a la altura de los tiempos es a muchos independentistas que nos aferramos al pasado y se nos escapa el futuro”. Pienso que en lo que al tema de nuestra nacionalidad se refiere, esa aseveración resulta acertada. No podemos continuar caminando y mirando hacia atrás. Tenemos que voltearnos y empezar a visualizar un porvenir, que estará enraizado en, pero necesariamente deberá ser distinto a, lo que hasta hoy hemos sido. De nuestra capacidad para imaginar la posibilidad de construir una nueva patria puertorriqueña viable en beneficio de las grandes mayorías del país, dependerá la sobrevivencia de nuestra nacionalidad, la cual, de ninguna manera, se encuentra hoy garantizada. No podemos simplemente resignarnos a aguardar lo que pueda pasar. Y es que, volviendo a Ortega:
«….la nación, antes de poseer un pasado común, tuvo que crear esta comunidad, y antes de crearla tuvo que soñarla, que quererla, que proyectarla. Y basta que tenga el proyecto de sí misma para que la nación exista, aunque no se logre, aunque fracase la ejecución, como ha sucedido tantas veces. ((Ortega y Gasset, op. cit., 193.))
- El término anomia social fue popularizado por Émile Durkheim en su ensayo La división del trabajo social y El suicidio, y desarrollado por Robert K. Merton en su Teoría social y estructura social. [↩]
- José Ortega y Gasset, La Rebelión de las Masas, editorial Esparsa-Calpes S.A., Madrid, pág 191-192. (1981). [↩]