¿Enredados en la Red?
Hoy día nos gusta hablar mucho de la tecnología como si fuese algo muy nuevo. Los mega malls, las calles de ciudades se llenan de tiendas que nos ofrecen todo tipo de aparatos para acceder al nuevo mundo cibernético. Publicistas y vendedores nos convencen de que no podemos mirarnos con orgullo al espejo si no compramos y ostentamos cada nuevo instrumento, cada nuevo reinvento señalado con un dígito adicional. Nadie quiere quedarse atrás, hay que “estar en lo nuevo”. Aprovecho el correo electrónico no solo para enviar esta columna a tiempo a los editores de 80grados, me encanta poder comunicarme con amigos y familiares a mucho menor costo que el del servicio telefónico transatlántico. Me parece genial no tener que manejar una de aquellas viejas maquinillas y aquel horrible papel carbón para hacer copias y poder borrar errores con tan solo oprimir una teclita de mi computadora. Ni hablar de cuántas horas –deben ser muchas- me he ahorrado con el cibernético word processing y la impresión inmediata. Muchos árboles que quizá hemos salvado los universitarios enviando a nuestros estudiantes los textos de los cursos digitalizados. ¿Quién sabe? Pero entre tanta hybris puede que también nos esté pasando como al aprendiz de brujo. Veamos un poco de historia que siempre nos enseña algo.
Muchos han sido los aparatos y tecnologías glorificadas, sacralizadas, que celebramos y pensamos que serían tan liberadoras. Carlos Marx llegó a pensar alguna vez que los trenes serían capaces de disolver el sistema de castas en la India. Freud, quizá más cuidadoso con los presagios, advirtió que si bien el tren nos permitía ir con mayor rapidez a lugares más lejanos también permitía que nuestros seres queridos se encontraran precisamente muy alejados y no les pudiésemos ver cada día. A mediados del pasado siglo llegó la televisión que elevaría el nivel del debate público, promovería la transparencia política, nos conduciría a la deseada aldea global, supuestos que hoy nos parecen risibles.
En el siglo 19 se proclamó la invención del telégrafo como una extraordinaria tecnología que transformaría la vida acercando a las naciones del mundo y promoviendo la mayor comprensión entre las personas. Quizá en su momento logró alguno que otro de los múltiples fines que se le atribuían pero también creó contaminación ambiental y estética; a la vez que podía ayudar a encontrar criminales fugitivos servía de instrumento a esos mismos criminales para llevar a cabo sus fechorías y ya hoy día es solo una nota en la pasada historia de la tecnología. Entonces llegó el avión y durante las primeras décadas del pasado siglo se decía que promovería la democracia, equidad, libertad, el multiculturalismo conduciendo a los seres humanos a comprendernos mejor. Pero en la II Guerra Mundial fueron aviones los que transportaron las bombas que destruyeron gran parte de Londres, todo Dresden, Hiroshima y Nagasaki, convirtiéndose en una posibilidad muy concreta la aniquilación de nuestra especie. Me encanta poder llegar a Madrid en unas horas en vez de varios meses de duro viaje marino, pero cuando subo al avión nunca dejo de recordar las miles de personas que han muerto en accidentes aéreos. Abro un buen libro y me pongo a leer (en otros tiempos mejores podía acompañar la lectura con una vodkita cortesía de Iberia) pero no deja de ser cierto que me corro un riesgo y lo mismo sucede con los vehículos con motor que corren –nunca mejor dicho- por nuestras carreteras y son una de las mayores causas de muerte en el país. Mi auto me sirve para llegar en media hora desde Aguas Buenas a mi salón de clase, pero no debemos dejar de pensar que tenemos un instrumento mortífero en nuestras manos. Y ante las computadoras y todos esos hermosos artilugios tecnocibernéticos producidos y promovidos hoy día como democratizantes, liberadores, igualitarios y promotores de transparencia política también debemos reflexionar un poco.
Evgeny Morozov, investigador especialista en el tema del mundo digitalizado, alerta ante las predicciones sobre la tecnología señalando que el mayor problema con ellas es que invariablemente se hace con base en el mundo como funciona actualmente y no como puede ser en el futuro (The Net Delusion). El mundo cambia pero con ritmos muy distintos y de formas insospechadas. A veces los aparatos y tecnologías “liberadoras” resultan en todo menos eso. Veamos un caso como ejemplo, el de los electrodomésticos.
Con el invento de Tomás Alva Edison surgieron empresas que se dedicaron a producir aparatos eléctricos para uso doméstico que con bastante rapidez se hicieron ubicuos: la plancha, la lavadora, secadora, estufa, nevera, aspiradora y un largo etcétera. Su producción y venta ha generado grandes capitales. Casi nunca lavo a mano, uso la lavadora, como vivo en medio de un bosque pluvial la secadora me resulta casi indispensable, nunca tuve que usar una pesada plancha de carbón, cocino con gas pero en una estufa tan modernuca que enciende y se controla con una computadora, sumo y sigo, pero en la mayor parte del mundo, la división del trabajo doméstico sigue haciéndose conforme al sistema patriarcal con un elemento que lo agrava. Como resultado de otros cambios, hoy día gran parte de las mujeres tienen que asumir empleos asalariados lo cual implica la doble jornada: una asalariada, fuera del hogar y el trabajo doméstico en el hogar. La máquina que lave sola, solita o la plancha que planche sola solita no la han inventado todavía. Todos los electrodomésticos necesitan un ser humano que los maneje. Así también en las oficinas esas mujeres asalariadas han tenido que aprender a ser secretarias cibernetizadas para que muchos jefes no tengan que hacerlo. Hay que pensar más allá de la tecnología.
Fernando Mires afirma que el modo de producción microelectrónico es: “un orden basado en un conjunto tecnológico específico que impone su lógica y sus ritmos al contexto social de donde se originó, que organiza y regula relaciones de producción y de trabajo, pautas de consumo, e incluso el estilo cultural predominante de vida” (La revolución que nadie soñó). Por aquí podemos comenzar a descubrir algunos efectos no predecibles de esta revolución. Twitter puede que haya sido un factor importante en el desarrollo y la expresión del descontento social en Irán. Pero, ¿no habría fuerzas de otro tipo, ideológicas, culturales, económicas, sociales y hasta religiosas en juego mucho antes de los twiteos que llamaron a los manifestantes a las plazas? Así también en el Magreb, Egipto incluído. De ello no se habla tanto. Sin duda las redes sociales fueron importantes para aclarar a los militantes de las protestas en la Plaza Tahir que no estaban solos, que otros egipcios pensaban que la protesta era correcta y necesaria, facilitaron organizar a la gente. Sin embargo, hay que tratar de analizar un largo proceso histórico que precedió esas ya famosas manifestaciones, cuáles fueron las motivaciones, sin duda múltiples, detrás del descontento y qué objetivos específicos podría engendrar ese enfado. No se trata de menospreciar la tecnología cada vez más ubicua hoy día, pero también es necesario, para lograr una comprensión cabal del mundo en el cual vivimos, analizar las fuerzas de tipo social, cultural, psicológicas que explican el fenómeno político. Los twiteos y breves frases en las redes pueden movilizar, pueden inclusive servir de despegue a la investigación pero jamás la deberán sustituir. El buen investigador debe evitar la descontextualización histórica y cultural y huir de ella como de la peste, profundizar más allá de Facebook.
De otra parte y como su homólogo, eludir la sacralización y el determinismo tecnológico según recomiendan varios expertos que investigan más allá de lo obvio cómo esta nueva tecnología nos afecta tanto social y culturalmente y con relación al pensar y al funcionamiento de nuestras mentes y cerebros. Sherry Turkle, profesora de MIT, escribió un texto cuyo título mismo señala una de las contradicciones que produce la era cibernética: Alone Together, Why We Expect More from Technology and Less from Each Other. Hemos fortalecido nuestra capacidad tecnocibernética al costo de la continua soledad. Me recuerda las fotos y los relatos de las mujeres puertorriqueñas a comienzos del pasado siglo lavando en el río en compañía de amigas, chismeando y riendo con los chistes mientras jabonaban y enjuagaban la ropa. Hoy cada mujer realiza esa tarea sola con su bella lavadora eléctrica mientras sus hijos y marido ríen y se entretienen viendo la tele. Señala Turkle que ya no vamos a las plazas y parques a tomar el aire y ver a los amigos, ya los niños no juegan en patios y calles de su comunidad, todos estamos atados a los celulares, a las redes, al twiteo y no disfrutamos del entorno, no disfrutamos de la compañía de esos amigos a quienes desde nuestra soledad le enviamos un email. Amén de cuestionar cómo el multitasking de ser una plaga se ha convertido en una virtud. Turkle ha analizado cómo varios estudios psicológicos han descubierto que reduce la capacidad, la eficiencia de la conducta pero que nos sentimos bien por la reacción neuroquímica del cuerpo. ¿En las clases? Han descubierto que los estudiantes que usan computadoras portátiles en el salón no salen tan bien como los que no la usan y bien valdría la pena reflexionar sobre una frase que muchos le han repetido en sus investigaciones: “I glance at my watch to sense time; I glance at my Blackberry to get a sense of my life”. Hemos inventado un mundo donde la reflexión, el pensamiento, la investigación seria no hacen falta. Todo lo contesta Google que pone el mundo al alcance del dedo.
El estudioso Nicholas Carr (The Shallows, What the Internet is Doing to Our Brains) también cuestiona nuestro endiosamiento de la tecnocibernética. Sin dejar de apreciar que a través de los siglos la tecnología ha sido esencial en el proceso civilizador insiste en que no nos dejemos seducir por la tecnología. Aprovecharla sí, pero con mucha conciencia de sus redes. Le preocupa mucho el descubrimiento de la neuroplasticidad que nos permite comprender mejor el funcionamiento del intelelcto. A través del estudio del lenguaje, por ejemplo, del uso de las metáforas, ha observado cómo reflejan nuestra adaptación mental y social a la nueva tecnología. Comenzó a investigar cuándo se dio cuenta de cómo a él mismo, como a nuestros estudiantes, se le hacía cada vez más difícil concentrarse en lecturas largas. Para nuestros discípulos una lectura de más de 50 páginas es un abismo insondable, escribir más de una cuartilla es una pesadilla, si le pedimos profundizar en un análisis ni entienden la petición, atender a una clase o a una conferencia por hora y media es un imposible y ni soñar con analizar un filme o una novela.
Poco a poco Carr analiza cómo la computadora con una nueva ética intelectual, redirige las rutas cerebrales. No se trata solamente de desarrollar nuevos hábitos, nuevas costumbres culturales, por ejemplo exigir rapidez en todo, sino que los cambios en el uso de las herramientas tecnológicas van alterando las conecciones neuronales en el cerebro que, por tanto, reacciona entonces con otras exigencias. Un estudio complejo pero que realmente vale la pena leer todas estas investigaciones y meditar con cuidado lo que implican para los estudiantes universitarios, investigadores y pedagogos. Quizá comprendamos que a la vez que aprovechamos la tecnología de la computadora como herramienta útil bien nos valdría la pena volver a disfrutar de la literatura, de la tertulia cara a cara con los amigos, del paseo por el jardín o la playa con los hijos o la pareja que amamos. Hay que despegarse de la red, hay que conversar, reflexionar, volver a aprender el placer de pensar. ¿Por qué no volver a leer a Ana Karénina, la de León Tolstói, ahora que salió una nueva versión cinematográfica? ¿Por qué no volver a leer La Ilíada? Quién sabe, a lo mejor la imaginación nos puede acompañar mejor que Brad Pitt o el tonto comentario en Facebook o el tuiteo que ni siquiera está escrito en lengua castellana.
Desde la antigua Grecia sabemos que el buen funcionamiento del sistema democrático exige ciudadanos bien educados, no papagayos que repiten datos tontamente. Superar la sacralización de la cibernética, de eso se trata. No sea que terminemos como el pescado, enredados y muertos de una sobredosis de información y una falta de conocimiento que es lo que necesitamos para comprender toda esa maraña de información que nos envía el Sr. Google.