Dulce tentación
Para mayo del 2013 ya era el juego con mayores descargas para teléfonos móviles a nivel mundial. El colorido rompecabezas, tataranieto de Tetris, lleva al jugador a través de infinidad de niveles, moviendo “dulces” virtuales de forma estratégica para responder a los movimientos aparentemente al azar de la plataforma, que parece estar programada para obligar a los compulsivos a seguir pagando para obtener vidas, oportunidades y tiempo.
El jugador tiene la opción de jugar solo y en privado, por aquello de matar el tiempo, o puede convertir su participación en todo un evento social, conectando su juego a Facebook, lo que le permitirá compartir penas y alegrías con otros tecatos virtuales del azucarado entretenimiento.
Tengo que admitir que fuera de los no menos empalagosos Angry Birds, llevaba años resistiendo y maldiciendo las invitaciones de amigos para jugar en línea en las redes sociales. Mis Ipod, Ipad y Iphone, apenas tenían aplicaciones de juegos. Fue simplemente la curiosidad de entrar en algo que parecía tan fascinante para gente tan diversa lo que me hizo sucumbir al vicio. Pero, como parte de mis defectos es tratar de analizarlo todo, el pegajoso juego de eliminar gelatinas me ha llevado a reflexionar y buscar metáforas entre las intangibles golosinas.
Cuando instalamos el juego, lo primero que hacemos es ver quiénes están adelante y quienes quedan atrás en el largo camino, especulando de inmediato sobre las capacidades mentales de nuestros amigos feisbuquianos en comparación con las nuestras. Así te percatas de amigos que ni siquiera sabías que tenías, pero que ahora saludarás más a menudo pues te pueden proveer vidas y desbloqueos de nivel. Así, el susodicho jueguito, además de estimular las neuronas, nos puede enseñar el valor de la solidaridad.
Cuando te atascas en un nivel, el juego lo reconoce y manda un SOS a tus “amigos” para que vengan al rescate. Y aunque resulte humillante que se circule tu infortunado rezago, la sensación de solidaridad no tiene precio. ¡Pobre de aquellos que no tienen quienes les quieran ayudar, pues esos tendrán que pagar para seguir con vida!
Si te quedas sin vida o tiempo, puedes comprar literalmente un paquete o puedes ejercer tu paciencia y fe en tus amigos quienes vendrán al rescate de cachete, mientras el creador del juego logra también promoción gratuita en la red. De esa manera puedes experimentar sentimientos diversos sobre tus relaciones, como ser selectivo sobre los amigos a quienes les regalas una vida o a cuál de ellos pedirle una para ti. Probablemente en años no habías reflexionado tan profundamente sobre el valor de la amistad.
Con el tiempo, digamos, después del nivel 60, te das cuenta de que ya tu cerebro se está adiestrando en algunos truquitos y crees que en adelante, el camino será más dulce y menos tortuoso. Pero pronto te percatas de que es una ilusión, puramente un anzuelo capitalista y que habrás de pagar para aparentar que puedes. La vanidad cuesta y cuando los amigos no responden de inmediato, entra el pánico social y sobornas la jugada para adelantar el paso. Esto también me suena familiar.
Con el paso del tiempo, digamos, 20 a 30 minutos, el juego te re-establece las vidas y puedes intentar nuevamente el nivel no superado, tratando de aplicar lo aprendido. Es algo así como una reencarnación. Pero con frecuencia, la presión de la carrera nos lleva a repetir movimientos erráticos y apresurados, chocando con el mismo bombón. Y entonces, tenemos que comenzar de nuevo.
La sensación de que ahora sí que lo vas a hacer bien te llena de un optimismo mágico, de la ilusión de que se puede sin mucho más esfuerzo, de que ahora sí que es tu momento de triunfar. Y es justo eso lo que crea la adicción. Una fe sin fundamento, sin esfuerzo, partiendo de que quien te manipula te cederá el poder de ganar. Eso te hace repetir, priorizar la oportunidad de ganar sobre otras actividades, como leer un libro o sembrar.
Terminamos jugando a que vamos a poder y pagamos para sentir que podemos, pero la realidad es que nos vamos enajenando cada vez más, adentrándonos en un camino sin fin, azucarado pero inútil.