Conversación sobre budismo
Lo que sigue es la transcripción de una conversación entre una estudiante de filosofía (EF) y un investigador filosófico (IF) en torno a las enseñanzas del Buda Shakyamuni. El encuentro se debió haber llevado a cabo en Bangkok, el 11 de mayo de 2011. Quizá sea una transcripción apócrifa, pero es, en todo caso, verosímil, puesto que pudo haber sucedido, podría suceder y puede que esté sucediendo.
EF: ¿Diría usted que el budismo es una «religión», una «filosofía», una «psicología»; o, en todo caso, todo eso a la vez transmitido en un único cuerpo de enseñanza?
IF: El problema con esas clasificaciones es que no tienen su equivalente en las lenguas y culturas antiguas donde se fragua lo que conocemos como «budismo». De hecho, el propio término «budismo» es ajeno a las culturas asiáticas donde originariamente se propagaron las enseñanzas del Buddha hace más de 2,500 años. Transcribo a propósito así dicha expresión para poner en perspectiva el significado de la raíz budha en la antigua lengua pali: el que ha despertado. Pienso que la clave está ahí, en entender lo que real y efectivamente significa despertar. El otro término a considerar aquí es el de Dhamma en pali o Dharma en sánscrito. Pese a que es un término muy rico en significados, en este contexto puede traducirse por Enseñanza. Valen aquí las mayúsculas para destacar lo siguiente: lo que se conoce como «budismo» remite, no ya a cualquier enseñanza, sino a una Enseñanza nacida de la experiencia del despertar. ¿Despertar a qué? A lo que hay; a lo real; a las condiciones reales de la existencia y a la eminencia de su traspaso para dar con aquello que, a pesar de no estar sujeto a ninguna condición, también está vacío, por así decirlo, de una entidad personal o realidad sustancial. Todo esto supone, de por sí, un profundo desafío a nuestros criterios tradicionales, es decir, europeo-occidentales, de inteligibilidad.
EF: Sin embargo, usted se dedica a la filosofía; la filosofía es una invención griega y la antigua cultura griega es la base de lo que usted llama «criterios de inteligibilidad» de Occidente, incluyendo, por supuesto, a América, en su sentido propio, el cual incluye a todo el continente, y no únicamente a los Estados Unidos de Norteamérica. ¿Qué es lo que lleva a un investigador filosófico nacido y formado en Occidente interesarse por el budismo?
IF: El interés por las enseñanzas del Buddha forma parte de una investigación filosófica de toda una vida. Hay que precisar, no obstante, que por «investigación filosófica» no debe entenderse solamente un estudio erudito, especializado ni teórico-especulativo. Toda genuina gestación filosófica es también, desde antiguo, una apuesta vital, un experimento con las propias fuerzas vitales. Por eso hay que distinguir entre el discurso de la filosofía, tal como este se representa en los marcos institucionales encargados de la educación o divulgación de los saberes, y lo que es la experiencia filosófica entendida, justamente, como amor y práctica de la sabiduría. Mi encuentro con lo que usted llama el «budismo» tiene una vieja historia de unos treinta años que no viene a cuento aquí. El asunto que debo enfatizar es que las enseñanzas del Buddha forman parte de un interés mucho más amplio que se remonta al conjunto de la filosofía antigua, en particular Heráclito, Parménides, Platón, Aristóteles, el estoicismo y, más recientemente, el cinismo y el pirronismo; pero, además, a las enseñanzas de Guillermo de Ockham, Spinoza, Marx, Nietzsche, Freud, Heidegger, Lacan y Deleuze. Debo también mencionar un figura clave en mi formación: la obra del pensador, poeta y gran maestro Zen japonés del siglo XIII, Eihei Dôgen.
EF: Se trata entonces de aquellas obras que más han influenciado en su propio pensamiento. ¿Se identifica usted como budista?
IF: No diría que se trata de influencias. Más bien diría que se trata de incorporaciones, en el sentido literal de la palabra, las cuales me han servido de guía, por así decirlo, en la dura prueba de la existencia. En un tal contexto, las enseñanzas del Buddha son la culminación de la investigación. Por tanto, identificarse como «budista» no tiene, para mi, ningún sentido. Amén de que el afán por las «identificaciones» tiene un marcado carácter infantil y denota una cierta pereza mental.
EF: Podría entonces decirse que su investigación filosófica es una vía muy personal y a tono con una época profundamente ecléctica como la nuestra…¿No?
IF: En lugar de «personal», habría que decir singular; y en vez de «ecléctica», habría que decir integrador. Lo singular es lo que distingue el esfuerzo, el empeño y la energía de cada cual. Lo integrador remite a una lenta, paciente y fructífera labor de selección, así como a la puesta en vigor de un criterio axiológico medular: el reconocimiento de lo más digno y excelso. No se trata, pues, de buscar adeptos ni de hacer un uso individual o personal –como suele decirse– de los textos o de esta o aquella propuesta. Tampoco se trata de escoger de aquí y de allá, como un picaflor, buscando el confort de la complacencia y autosatisfacción, sin realmente comprometerse con nada, algo muy de moda hoy en día. El acto de pensar, ya lo decía Heráclito, es una experiencia común, y no privativa de un particular. Hay que entender que la vida entera se pone en juego en cada momento con cada ser viviente. Nadie vive a parte de nadie ni a partir de nada. Ese «individualismo» es una quimera de la época moderna y resulta a la postre estéril y autodestructivo. La experiencia íntegra y cabal de la condición humana se conjuga en cada uno de los animales hablantes que somos y con el conjunto de los seres vivos con los que habitamos este planeta. A su vez, cada uno de los casi siete billones de los animales hablantes que somos contiene algo que le es propio, que lo singulariza y distingue; pero que, al mismo tiempo, está inserto en lo común; en el entramado infinito que hace a todos inseparables e interdependientes. Con cada muerte, por ejemplo, lo que no deja de conmover es el vestigio de la desaparición; con cada nacimiento, el asombro de lo que sale a la luz. En el caso de aquel o aquella que se dedica a la filosofía, no puede uno menos que hacerse profundamente sensible y consciente de lo que implica habitar este mundo, esta Tierra, esta minúscula partícula del universo, en la cual los humanos somos, por así decirlo, unos recién llegados. A su vez, ¿cómo no percatarse de que cada partícula orgánica o inorgánica, por más insignificante que sea, contiene la integridad de todo lo que hay? En ese sentido, pienso que las enseñanzas del Buddha son un caudal enorme de sabiduría impertérrita que a duras penas se está empezando a vislumbrar en Occidente, luego de siglos de desconocimiento y en medio de la banalidad universal del capitalismo contemporáneo.
EF: Me pregunto si lo que acaba de decir tiene algo que ver con lo que en la tradición budista se llaman las «cuatro nobles verdades»? ¿Por qué cuatro y una única verdad? ¿Qué significa aquí la palabra «noble»? ¿Y que sentido puede tener hablar de «nobles verdades» en una época donde, a todas luces, se exalta la vileza y se desatiende todo aquello que no genere un inmediato interés económico?
IF: Muy buena pregunta. La agradezco. Empiezo por lo último. Vivimos, efectivamente, en medio de la apoteosis delirante de la civilización mundial capitalista. Entiendo que es más acertado pensar en estos términos que en la trillada «globalización». ¿Cómo explicar esto? Lo resumiría como sigue. La civilización mundial capitalista no puede menos que generar (y degenerar en) una sociedad de la disgregación de las fuerzas vitales; tanto de las singulares como de las comunes. Se quiere con esto decir que lo común –concepto que abarca tanto los bienes materiales como los inmateriales– termina por aniquilarse o destruirse en función de la privatización, apropiación y capitalización de las riquezas, así como de la expoliación de los recursos materiales e intelectuales. Todo ello a tono con el dinero en tanto que valor exclusivo y omnívoro de las formas de intercambio social, podríamos añadir. De esta manera lo singular se diluye en un individualismo impulsado por la uniformidad de unas formas de vida basadas en la nueva santa trinidad del poder, el dinero y el éxito. No se trata tan solo de un «sálvese quien pueda». Se trata de ver en el otro un estorbo para las ambiciones más egoístas o, en el mejor de los casos, un aliado táctico para satisfacer las demandas narcisistas y las chatas ambiciones utilitarias. En tal contexto, en el que lo más vulgar se exalta y lo más excelso se descarta, ¿qué sentido tiene hablar de «verdad»; o de lo que sería aún más contrastante y desconcertante, hablar de «nobles verdades»? Precisemos, en primer lugar, que el concepto de verdad, en ese contexto, no es asimilable a las nociones de certeza o certidumbre, adecuación o desvelamiento, en el sentido de la Aletheia de la filosofía antigua. Tampoco se trata de la Verdad como instancia de una revelación divina o transmundana. En el pensamiento buddhista más antiguo que llega hasta nosotros gracias a la tradición theravada, se distinguen dos formas o aspectos de la verdad. La verdad en su sentido convencional (vohāra-sacca; sammuti-sacca) y la verdad en su sentido último (paramattha). A partir de esta distinción podemos elaborar lo que sigue. Siendo inseparable del pensamiento, el lenguaje es una invención humana gracias a la cual el animal o viviente hablante llega al reconocimiento de sí, abriéndose con ello el umbral de la cultura. Esto implica que hay una dimensión de lo real que es en virtud de lo cual surge el lenguaje. De esta manera, lo real no se limita ni está limitado por la construcción lingüística de la realidad. Si hay un sentido último de la verdad es porque hay lo real; y si hay un conjunto de «realidades simbólicas» –llamémoslas así–, regidas por el lenguaje es porque hay también una pluralidad de verdades. ¿Qué es, pues, una «noble verdad»? Aquella que permite constatar, entender y compenetrarse con lo que hay gracias a una correcta concepción del lenguaje y una cabal comprensión de lo real que no se reduce a una verdad convencional.
EF: Pero si es así, ¿por qué se habla de «cuatro nobles verdades»? ¿No implica esto una concepción pluralista y, por tanto, relativista de la verdad, como las del lenguaje convencional? Aprovecho también y le pregunto: ¿qué hay de la irrealidad? ¿Acaso no es verdad que mientras más real e intensa es una vivencia, más se experimenta como irreal? ¿No es eso lo que llevó a Calderón de la Barca a escribir La vida es sueño y a Arthur Rimbaud preguntarse: La voix de la pensée, est-elle plus qu’un reve? («La voz del pensamiento, ¿es algo más que un sueño?») Más aún: ¿acaso no se insiste en las tradiciones budistas en la naturaleza ilusoria de la realidad, dado que todo lo que se experimenta como real es efímero e impermanente?
IF: Vamos con calma. Las cuatro nobles verdades no son verdades teóricas, discursivas o predicativas. Tampoco dependen de que se las nombre, invente o descubra. No caen, por tanto, bajo el registro de lo convencional, es decir, de las coordenadas de la ficción propias de la cultura. Las «nobles verdades» no están sujetas a relativismo alguno ni dependen, por consiguiente, de una apreciación subjetiva o de una representación objetiva. Tampoco significa eso que sean «verdades absolutas», en el sentido convencional de la expresión. Las cuatro nobles verdades nos refieren a las condiciones reales de la existencia y al camino o sendero para llevar a cabo su traspaso, pues se descubre que no estamos condenados al sufrimiento, ni a las mil y una formas de insatisfacción y servidumbre. Esto es un aspecto fundamental de lo que significa despertar. En este sentido, lo irreal es una sensación que nace del descubrimiento de que eso que llamamos «realidad» está en realidad –valga la redundancia– encubierto por «o manto diáfano de fantasia», para valerme de una frase de Eça de Queiroz. Y al decir esto, pienso que es hora ya de nombrar esas verdades. (1) En primer lugar, está la verdad de dukkha. Esta verdad nos refiere a toda forma de padecimiento, sea físico o mental, incluyendo el disfrute que se genera con la experiencia de lo placentero, pues como cada cual puede comprobar por sí mismo, mientras más intenso es un júbilo o un placer, más fugaz se vuelve y más férrea llega a ser también nuestra adherencia o apego. Aquí entran en juego, en consecuencia, dos vertientes medulares: la correlación mente-cuerpo y la impermanencia (anicca) de todos los fenómenos condicionados. Esto último se resume diciendo: «Todo aquello que está sujeto a un surgir está sujeto a un cesar». Por tanto, todo lo que hay o existe, animado o inanimado, humano o divino, es interdependiente como ya se ha dicho, pero también impermanente e insustancial en el sentido de que no contiene una esencia propia, inalterable e idéntica a sí. (2) En segundo lugar, está la verdad del origen de dukkha que es taṇhā, término que se suele traducir por «deseo», pero que significa más precisamente sed e insaciabilidad, ansia de existir que conduce al apego o adherencia (upādāna) por parte de la mente y del cuerpo a todo lo que se presenta como objeto de deseo, sea para el pensamiento o para el resto de los sentidos. (3) En tercer lugar, está la verdad de nirodha, el cese del ansia de existir, así como del anhelo de no existir y, por tanto, la disipación del sufrimiento que tan estrechamente está ligado a la idea del yo. Porque una cosa es padecer o experimentar dolor, y otra muy distinta sufrir por lo que se padece o nos duele. Se trata, pues, de la emancipación de la mente por la propia mente. Se entiende que la cárcel de la mente no es el cuerpo; son los pensamientos que surgen y cesan en el transcurso de los procesos mentales los carceleros o subyugadores de la mente. No otra es la fuente de la idea o imagen del yo, tan frágil como poderosa; tan especular como insistente. La idea del yo pone en evidencia los vaivenes de la angustia. (4) En cuarto lugar, está la verdad de magga, el sendero que conduce a la emancipación y, por tanto, al irreversible despertar. Se trata de un óctuplo sendero que atañe la manera de encauzar con integridad el entendimiento, el pensamiento, el lenguaje, la acción, la forma de vida, el esfuerzo, la atención, la concentración o el recogimiento. En fin, todo lo que abarca la correlación mente-cuerpo…
EF: Es decir, si me permite interrumpirlo, que «vivir es sufrir» y que el universo no es más que una persistente efervescencia de acontecimientos evanescentes. Lo cual me recuerda una magnífica frase de Marco Aurelio: «Efímeros todos: los que recuerdan y los recordados» (Meditaciones, IV-34). Con lo cual, las enseñanzas del Buda consisten en última instancia en una salida que nos libera del ciclo infinito e infernal de la existencia y del sufrimiento que en ella se inscribe.
IF: La primera noble verdad, la verdad de dukkha, que con frecuencia se traduce por «sufrimiento», es lo que ha llevado en Occidente a hablar del «pesimismo budista». Pero esto supone que con esa verdad se está emitiendo un juicio acerca de la existencia que culmina en una negación de la vida, en el nihilismo del desprecio del mundo. Lejos de eso, lo que esa verdad saca a relucir es un componente inherente a todos los seres que sienten: nacer, vivir, enfermar y morir. Está claro que el concepto de verdad tiene aquí un referente ontológico, y no ya axiológico o valorativo. Ser no equivale a sufrir; pero todo lo que está siendo, llega a ser o deviene, acarrea una u otra forma de padecimiento que genera, a su vez, una u otra modalidad de insatisfacción. Esto no es en sí ni bueno ni malo. De la misma manera que no es bueno ni malo el proceso que conduce a que las flores se marchiten o que no importa qué fenómeno lleve consigo el porvenir de su decrepitud. Reclamar que la condición humana ha de pagar con el padecimiento y la insatisfacción una culpa genérica originaria de cara a la desobediencia primordial hacia un Dios creador y justiciero es, de acuerdo con las enseñanzas del Buddha, una concepción errónea e innecesaria para dar razón de esa primera noble verdad. Más aún, se trata de una concepción no solamente errónea e innecesaria sino también en extremo limitada, ya que por su antropocentrismo, no pone en perspectiva el padecimiento de todos los seres vivos.
EF: Es decir: para el Buda la vida o la existencia es inocente: la «inocencia del devenir» de que nos habla el Zaratustra de Nietzsche. O para expresarlo con un bello fragmento de Heráclito: «Este cosmos, el mismo para todo, ni dios ni hombre lo ha creado, sino que ha sido, es y será: fuego siempre viviente, que se enciende y apaga según medida.» (DK. 30)
IF: Hablar de la inocencia del devenir basándose en el pensamiento de Nietzsche implica despojar a la existencia de toda culpabilidad. La expresión en alemán es clara al respecto: Das Unschuld des Werdens. El vocablo Schuld significa tanto culpa como deuda. Por tanto, se trata de la recuperación de una inocencia arrebatada por el sentido de culpa y la deuda para con la idea de un Dios Padre y Creador. El contexto de esta recuperación de la inocencia y, por consiguiente, de la perfección del mundo de cara a la inmundicia del pecado es el descubrimiento de que «Dios ha muerto». Si Dios ha muerto, entonces la existencia queda a su vez liberada de toda culpa y el hombre es liberado de la idea engañosa o del «chantaje sacerdotal», diría Nietzsche, del pecado original y, con ello, de una inaceptable falsificación de la vida. Pues bien, hay que insistir en que todo este asunto es completamente ajeno al pensamiento de la India en general y, en particular, a las enseñanzas del Buddha. De acuerdo con estas lo que mueve a la existencia es la ignorancia (avijjā). Se trata, no obstante, de una ignorancia de lo real. Quiere esto decir que la ignorancia no es aquí una meramente intelectual. Se trata de una ignorancia vital que conduce a encubrir las condiciones reales de la existencia y, por tanto, de lo que implica vivir y morir. Lo opuesto a esta ignorancia es el despertar. «Despertar» significa llevar a cabo o realizar la experiencia directa, sin cortapisas, de esas condiciones. Esta realización conduce, en última instancia, a la íntima compenetración con lo incondicionado, es decir, con lo que no está sujeto a la vida ni a la muerte. La ignorancia es ingénita al acto de nacer y, por lo general, al momento de morir. Pero al mismo tiempo, dado que el despertar en nada se distingue del estar despierto de todo lo que hay, cada momento de vida es una oportunidad única para la cabal realización y la actualización de las enseñanzas. Vivir es aprender y el aprendizaje es infinito. Por tanto, la ignorancia es el impulso de la sabiduría y la sabiduría no deja de nutrirse de lo que se ignora. Pero ya es hora de concluir este primer encuentro. Lo haremos volviendo sobre el hermoso y sabio fragmento de Heráclito que usted mencionó.
EF: Sí, si así le parece. Gracias por su tiempo.
IF: Gracias por sus preguntas.