Autarquía
La Carta a Meneceo de Epicuro es, sin duda, uno de los documentos más valiosos en donde este asunto de la autarquía se plantea. Allí se nos dice que «nunca es demasiado temprano ni demasiado tarde para hacerse cargo de sí». En el último volumen de la Historia de la sexualidad, «El cuidado de sí» (Le souci de soi, 1984), Michel Foucault escribe en su comentario a dicha carta: «Aprender a vivir toda la vida, era un aforismo citado por Séneca, el cual invita a transformar la existencia en una suerte de ejercicio permanente; porque si bien es bueno comenzar desde temprano [a hacerse cargo de sí], es importante no bajar la guardia jamás.» (Cito y traduzco de la edición francesa, p. 62.)
La triple dimensión de la autarquía –ética, política, ontológica– es algo que podemos inferir de lo antes expuesto. Empecemos por la dimensión ontológica, pues ella permite establecer un principio regulador fundamental. Helo aquí: Todo lo que hay –orgánico e inorgánico; físico o material; psíquico e inmaterial– es un entramado infinito de interacciones o acciones interdependientes en continuo proceso de generación y degeneración. Todo, sin excepción, confluye en el devenir, es decir, en lo que está siendo, en la incesante temporalidad (la expresión es de José Lezama Lima). Es importante no confundir este principio con un supuesto metafísico. Lo metafísico nos remite a un fundamento último que rige y trasciende las condiciones reales de la existencia, llámesele Dios, la Idea o lo Absoluto, por más que este fundamento se encarne o se identifique con la vida, la historia y la temporalidad, como sucede con el cristianismo y esa obra monumental que es el sistema hegeliano. Dicho principio regulador es, pues, un principio inmanente del propio devenir, y no una Realidad substancial, eterna, permanente e idéntica a sí misma. Aparece así un desafío medular: ¿Cómo afirmar la autarquía en medio de la interdependencia de todo lo que hay? ¿Cómo llevar a cabo la práctica o el ejercicio de la libertad en medio de la actual vocación mundial a la servidumbre? ¿Qué sentido tiene hablar de “independencia” en un mundo delimitado por las estructuras de poder del Estado y el Capital?
Estas preguntas reenvían a la dimensión ética. Sin embargo, así como no cabe confundir ontología con metafísica, tampoco cabe identificar la ética con la moral. La ética –o el ámbito de lo ético– es la relación que cada cual establece consigo mismo en virtud de la alteridad que el lenguaje funda. La ética es, de una parte, el ámbito de la responsabilidad de las acciones, de lo que se dice, piensa y hace; y, de otra, el horizonte del sentido de los límites en tanto que se reconoce la interacción de la propia mente y del cuerpo mortal que la encarna. La ética es, por lo tanto, el fruto de una labor que es el esfuerzo persistente de toda una vida, o de muchas vidas. El sentido de los límites, lejos de ser una limitación, señala a lo ilimitado, es decir, al entramado infinito de las acciones. Se constata así que todo lo que se hace, dice o piensa repercute de manera insospechada sobre el entramado de todo lo que hay. Las acciones, humanas o no humanas, pueden considerarse como un conjunto polifónico de actividad o energéia que momento a momento ponen en juego la integridad y unicidad de lo real. A partir de ahí se perfilan las implicaciones del sentido de responsabilidad, el cual no puede menos que fundarse en la correspondencia de todo lo que existe.
La ética se funda en la naturaleza efímera de todo lo que hay; y en base a la continuidad de la existencia de un devenir que, por definición, no tiene comienzo ni fin. De esta manera, el tiempo no se concibe ya como la «imagen móvil de la eternidad» sino que la eternidad pasa a ser la envoltura inmanente del tiempo. Bajo estos principios ontológicos y éticos, la clave consiste en afirmar la singularidad de cada cual, sin necesidad de causar daño o hacer sufrir al otro, manteniendo a raya la automortificación y el innecesario daño que nos infligimos a nosotros mismos. Ardua tarea que apunta a lo más recóndito y paradójico del psiquismo, y que Jacques Lacan, en su reinterpretación de Freud, identifica con la «voluntad de goce» (jouissance). Nada casualmente el propio concepto de la «ética del psicoanálisis» está cifrado en ese punto neurálgico. Se trata entonces de procrear las más fecundas condiciones de vida y en disciplinar la mente para ver las cosas tal cuales son.
Es obvio que lo anterior no supone un mandato o una subordinación a una ley moral u orden prescriptivo que trasciende el ámbito de lo ético. La ética es indisociable del descubrimiento de las condiciones reales de la existencia. De ahí que la ética y la ontología sean inseparables. Sin embargo, dado el entramado de lo real, en virtud del cual todas las acciones están, efectivamente, compenetradas salta a la vista que la ética y la ontología van necesariamente acompañadas de una dimensión política. La política o, mejor quizá, lo político, no es un asunto de ideologías. Se trata del desafío antes planteado de cómo afirmar la autarquía en medio de la interdependencia de todo lo que hay, y de las estructuras de poder que nos rigen. Para clarificar esto, hay que moverse ahora al ámbito ineludible de lo que he llamado la experiencia radical de lo común: el lenguaje, el amor y el trabajo.
Por “lenguaje” hay que entender aquí el habla, la lengua y la escritura. Sin embargo, de un modo aún más fundamental, el lenguaje abarca la poesía en tanto que recuperación de su función primordial que es crear, y no ya sólo nombrar, identificar o comunicar. Por su parte, el “amor” implica no sólo el espectro inmenso del erotismo y de las filiaciones sino que, en tanto que experiencia radical de lo común, el amor implica, además, el amor benevolente hacia todos los seres y la compasión. Bien entendida, la compasión no consiste en hacer propio el dolor ajeno o identificarse con el sufrimiento del prójimo. La compasión nace espontáneamente, por así decir, de la práctica de la sabiduría y de la comprensión de que el sufrimiento y la insatisfacción son inherentes a nuestro anhelo o ansia de existir. Por otra parte, dado que «padecemos porque somos parte de la naturaleza» (Spinoza), la compasión también hay que extenderla al ámbito de todos los seres vivos, y no sólo de la condición humana. El sufrimiento no es, pues, en este contexto, la consecuencia de un pecado original o de una transgresión originaria de la Ley, asentada en la voluntad inescrutable de un Dios supremo y creador del orden moral del mundo. El dolor, el sufrimiento y toda forma de padecimiento, sea físico o mental, es una condición real de la que hay mucho que aprender para poner en justa perspectiva lo que implica la interconexión de la mente y del cuerpo.
Por “trabajo” hay que entender la labor, el esfuerzo y el cultivo de ese conglomerado de mente-cuerpo que constituye lo singular de las experiencias de cada cual. Se trata de la práctica de un atletismo espiritual dirigido a canalizar la jovialidad, la potencia del entendimiento y el lado luminoso del deseo. Sólo desde ahí tendría entonces sentido lidiar con las condiciones materiales del trabajo y el aspecto productivo de bienes materiales en base a una economía de la suficiencia que estaría en las antípodas del capitalismo y del régimen despótico de la plusvalía. Hay que tener en cuenta que la plusvalía, es decir, la apropiación por parte de unos pocos del excedente de valor de la fuerza de trabajo de los muchos, ya no está limitada a la explotación, despiadada o filantrópica, de la clase trabajadora, sino que se ha extendido a la succión y saqueo de la propia vida, e incluso de la muerte, con vista a la reproducción ilimitada de la ganancia y del dinero, trayendo consigo lo que podría llamarse la patología de la competencia y la obsesión con la productividad.
En tanto que experiencia radical de lo común, el trabajo es indisociable de la colaboración y del ocio, bien entendido como el tiempo libre para disponer libremente de sí. La economía de la suficiencia es un corolario de la autarquía, pero también del reconocimiento inteligente del enorme, aunque limitado, caudal de riqueza de la Tierra. Más aún, el trabajo remite a la relación de cada cual consigo mismo y, por lo tanto, al cultivo de la confianza en la cualidades intrínsecas de la mente, a la recta atención, a la recta concentración, al recto modo de vida, al recogimiento, a la templanza y a la sensatez. En definitiva, el trabajo es el esfuerzo de la virtud, es decir, del ennoblecimiento de la inteligencia humana para lidiar con la ignorancia y la estupidez.
Sin embargo, así como la dimensión ética de la autarquía remite al entramado de lo real, la independencia política es fundamental para sostener una sana y fructífera interdependencia regida por los criterios de una economía de la suficiencia. Así vista, la independencia no se inscribe en los reclamos nacionalistas, ni en la reivindicación jurídica de los derechos humanos. La independencia es una consecuencia del recto entendimiento de la autarquía y, por lo tanto, un ejercicio de libertad. Más que un derecho, es un imperativo ético, político y poético. No se trata aquí de una esperanza o del porvenir de una ilusión. Se trata de una práctica antigua y de un legado que hay que aprender a descubrir y a actualizar. Habrá que volver sobre ello. Pero antes hay que preguntarse por las condiciones que hacen que un individuo o un pueblo se empeñe en perpetuar su minoría de edad, convirtiendo su sometimiento y su voluntad de dependencia en un criterio político. Con lo cual nada de extraño tiene que habiendo renegado de la autarquía, sea por decisión conciente o por desconocimiento, ese individuo o ese pueblo se dedique a regodearse en su impotencia. He ahí la clave de una poderosa violencia: la que los esclavos, es decir, los adictos a las más variadas modalidades de subyugación, los oprimidos y los colonizados ejercen entre sí para no tener que hacerse cargo de sí mismos.