Amour
En la primera escena, percibimos el olor de la muerte y contemplamos el silencio de la soledad que la acompaña. Luego, la cámara revela desde un escenario una sala que se va llenando poco a poco de espectadores. Entre ellos, los protagonistas de la película. La cámara no los enfoca. No los distingue de los que están a su alrededor. Si uno no está pendiente, pasan desapercibidos. Se oyen las primeras notas de un piano, y entonces la toma cambia. Es la forma sutil del genial director Michael Haneke de introducirnos a los acompañantes de la vejez: la soledad, el anonimato y la muerte.
Retirados de una vida exitosa (eran maestros de música), George (Jean- Louis Trintignant) y Anne (Emmanuelle Riva) Laurent, viven ahora entre los recuerdos, representados por sus discos y sus libros, en un apartamento lujoso en Paris. Viven también de los frutos de un pasado lejano que recuerdan con gran afecto, a pesar de haber olvidado muchos detalles. Él le cuenta cosas de su niñez para así poder capturar algo de la vida que se ha esfumado.
Sentados en la mesa de la cocina el día después del concierto, ejecutado, vale decir, por un ex alumno de Anne, ella desarrolla un episodio cataónico, que George al principio interpreta como una broma de su mujer. Va al fregadero y abre la pluma. Moja un paño para pasárselo por el rostro y la nuca, a ver si su mujer responde. Al no ser ese el caso, se mueve a ponerse la ropa para ir a buscar ayuda. Oímos el agua chorreando según la cámara sigue los movimientos de George. De pronto, desaparece el sonido. Él vuelve a la cocina y ella le dice que dejó el grifo abierto. Esa imagen del sonido del agua, se queda en la mente del espectador como si fuera un lamento. Ese desbordamiento de líquido, pronto tiene su contraparte en que ella, al querer servirse el té, en vez de en la taza, lo derrama en el platillo.
Es señal de “derrame” nos lleva a la próxima escena igual de simbólica. Nos damos cuenta de lo que ha sucedido, pero ahora la cámara nos pasea en la penumbra por las habitaciones desalojadas del apartamento (algo que se repetirá al final de la cinta). Es como si presagiáramos otro “derrame”: todo se ha de vaciar, y la vida que una vez palpitó en el elegante entorno, se ha de reducir al silencio y al sufrimiento callado y mudo de quien lucha los últimos años de su vida contra fuerzas físicas incontrolables.
Una vez que Anne ha tenido su operación, recobra el habla y parte de su memoria, lo suficiente para recibir a su discípulo que tocó el concierto que ya he mencionado. En una escena de la más intensa ternura. Sin hacer aspavientos, el director-guionista, Haneke, nos muestra el alma de los dos personajes. Hay un respeto y, simultáneamente, un poco de enojo, entre maestra y discípulo, por cosas del pasado que ya no tienen importancia, pero que están latentes en ambos sin que se quiebre el vínculo afectivo que los une. Ella, no se sabe si a propósito, le pide que toque la pieza que más trabajo le daba cuando era su estudiante. ¿Una de las pequeñas, dulces venganzas que les quedan a los viejos?
El logro de esa escena se va repitiendo con cada una que nos presenta Haneke y que conducen al pasillo imaginario que va a la puerta que, una vez traspasada, no tiene regreso. Uno de los sueños de George, que no revelaré, tiene que ver directamente con esta imagen, digamos del infierno, porque no existe mejor vocablo que nos haga entender qué puede ser lo que nos espera algún día. En el imaginario de Haneke, el agua puede que sea lo que espera más allá de la muerte, no importa que sirva para “limpiar” (vemos a una enfermera darle un baño y, a George, lavarle el pelo a Anne), es también amenazante, y puede ser mortal.
Una vez que la condición de Anne se va deteriorando, ella y George se convierten en dos bailarines que dependen de sus pas de deux para sobrevivir. Además, es el canto del cisne para ambos. Él la alza en sus brazos, y ella, apoyada así, es sumisa y agradecida por la dedicación de su marido. Dan pasos hacia adelante, hacia atrás, de un lado a otro, o, simplemente, él le ejercita las piernas. A veces, ella hace sus piruetas, no en punta, sino en la silla de ruedas motorizada que maneja como una prima ballerina.
Mientras la vida que resta va evolucionando a su final, los colores de la cinematografía de Darius Khondji van alternando entre una paleta de colores brillosos y ufanos, y de grises y azules sucios. Con el silencio del filme, que a veces, no emite el más breve ruido (algo que tiene el efecto de que, cuando alguien toca a la puerta del apartamento, nos sobrecojamos, como si estuviéramos viendo a Hitchcock), los silencios de los personajes son ensordecedores: nos van “gritando” sus dudas y confusiones, sus miedos, y nos expone a los enigmas que distinguen las películas de Haneke.
En un instante, una ploma entra al apartamento y George la ahuyenta. Mas el pájaro regresa, cuando todo ha cambiado. Él la caza y, en una carta que escribe, dice que la ha liberado, aunque nunca lo vemos hacerlo. La confesión de haberla apresado y, supuestamente dejarla ir, tiene mucho que ver con la ida de Anne. Es una metáfora sutil y hermosa, como toda la película, sobre el espíritu.
Se ha elogiado mucho la actuación de Emmanuelle Riva. Es superlativa. La inolvidable actriz de “Hiroshima, mon Amour”, es la dulzura y el extremo de la rabia silenciosa. Sus ojos se endurecen y, sin pestañear, piden lo que desea sin titubeos. Su determinación en que las cosas, ahora que tienen tanta urgencia, sean como ella lo desea, es férrea. En los taciturnos momentos en que decide que no quiere ver a su yerno, o no doblegarse a los mandatos médicos, hay una comunicación directa de su actuación con la mente del espectador. Riva ha creado un personaje imperecedero. No está imitando a nadie: es como si estuviera pasando por todas las vicisitudes frente a nuestros ojos, sin cederle un paso al sentimentalismo ni a la vulgaridad.
Me sorprende lo poco que se ha dicho del trabajo del extraordinario Jean-Louis Trintignant. Su rostro serio, una sombra endeble de la cara guapa de ”A Man and a Woman” (¡hace 47 años!), nos sorprende cuando, al sonreírse, vemos al galán que fue, ahora representando un octogenario débil que, literalmente, vive para su esposa. Su cariño por ella, la delicadeza que a veces se transforma en ira y desespero, son logros de lo que resulta ser una actuación sin falsedades histriónicas ni sentimentales. Su caminar (si es que no ha sufrido en la vida real un pequeño derrame) es algo digno de ser estudiado por actores jóvenes. Es evidente que es frágil, pero no hay exageración en ninguno de sus movimientos. Cómo se maneja en el clímax del filme es sorprendente, pero más que nada, conmovedor. Su actuación se funde con la de Rivas para entregarnos algo mucho más grande que la suma de dos partes.
Haneke demuestra con esta película que es uno de los grandes directores de hoy día, y que su entendimiento de lo siniestro y lo inescrutable que habita en el corazón y la mente del humano, le permite lograr los detalles que solo le pude dar a un filme un artista de gran oficio.